Creo
recordar que fue a punto de cumplir los treinta cuando cambié las copas
nocturnas del sábado por madrugarme los domingos para embaular un desayuno
variopinto con sólidos y líquidos que saciaran mi apetito para el resto del
día, y todo él aderezado con la lectura de una prensa cada vez más enconada que
hasta el día de hoy extiendo sobre la mesa como un mapa de operaciones
militares. Supongo que ésa es la frontera entre la juventud y lo otro que no me
atrevo a denominar madurez. Esa edad que prorroga con más o menos éxito las
obras completas de una vejez donde sujetar la orina ya será una gesta
reseñable. Las costumbres cambian porque cuerpo y mente se cansan con aquellos
excesos que antes eran el combustible necesario para funcionar. Las costumbres
hacen a los hombres sin que estos se den cuenta. Qué gran poder tienen las
rutinas, los ritos, las formas. Cuando la genialidad duerme - y todos sabemos
que es dama de largas siestas -, nos quedamos desnudos ante las cámaras y
nuestra reacción viene dada por la querencia que hemos trabajado
sistemáticamente. Cuánta ternura inspira la pequeñez, lo sencillo, lo
emocionalmente directo. Ante lo inmaterial de la gracia, una criatura solo
puede hacer presentes materiales. Imagino que alguien nos consideraría, desde una
postura altanera que bien podemos reconocer, como entrañables mascotas.
2 comentarios:
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y cada vez más necesarias, nuestras pequeñas costumbres, más inapelables. me reconozco en tu texto, sí, completamente.
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