Hoy se agrietan las manos que te cerrarán los ojos. No salpiques
al morir. La posteridad no es para tanto. Decidiste no cuidar tu cuerpo porque te
parecía una posesión poco valiosa. Ahora lo echarás de menos. Te permitía ser
un peso pesado y jugar con tu personaje. Mirabas su cara repleta de
intencionados pliegues, sus andares imprecisos, sus aprensiones difusas, sus
adjetivos demoledores. Pero el que mira no es lo que ve. Y no conseguiste
identificarte con él o asimilarlo como propio. Su luz resultaba mortecina para
tu gusto, y consideraste que no merecía la pena dejarlo escrito. Sin narración
de los hechos, no hay hechos, solo fugaces entrecomillados. Solo niebla, que
son nubes rasantes zancadilleando a los transeúntes. Solo silencio embalsamado,
incapaz de como dicen pomposamente ahora, articular un relato. Pero tu
cuerpo no era ciego y tuviste que obligarlo a la oscuridad diciéndole que polvo
es y en polvo se convertiría, para en las estanterías de una casa desahuciada
reaparecer. Tu cuerpo se codeaba con criaturas que decían vivir una crisis de
deuda. ¡Señor, perdónanos nuestras deudas así como nosotros intentaremos cobrar
a nuestros deudores!
Las hormigas no saben que soy su dios y que de un pisotón puedo
acabar con sus afanes. ¿Sabes hacer el amor? ¿Y deshacerlo? Para ti una buena
muerte es no echar de menos lo que dejaste atrás, anhelar lo que te espera y reconoces,
compadecer a los que lloran sin saber el motivo, hacer un corte de mangas al
dolor de las células, desenmascarar los sueños, alumbrar el entendimiento y no
necesitar contarlo. Dejar de escribir.
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