Suena la misma música tañida de la
misma forma: repetida, reiterada, rayada. Es como si los actos no quedaran
fijados en nuestro diario y debiéramos frecuentarlos hasta darles vida con un
mecanismo de piñón fijo. Así transcurren los festivos de esta cuadrilla de
divorciados en un barrio que se alquila o se vende con desesperación. Por ello,
cuando un matiz distorsiona el monótono encuadre, llama mucho la atención del
que busca aventuras donde no las hay. Me fijé en él porque a su lado caminaba
con el ritmo desnudo de las cuatro patas, un enorme perro con cabeza de faraón
de arrabal. Los ojos del dueño parecían no estar acostumbrados a los espacios
abiertos y sus andares hablaban de pasillos carcelarios y celdas
milimétricamente medidas con pasos impotentes durante noches de rencor mal
contenido. En la barra, un asiduo mequetrefe, ya pasado de copas, abordó al
desconocido con la idea de iniciar una discusión absurda sobre un tema
disparatado y apagar así el runrún de su opresiva semana en una cadena de
montaje. Cuando apareces solo por primera vez en un sitio así, sin saberlo casi
estás invitando a que el majadero de turno te importune. El ex presidiario -la
primera impresión es la que queda aunque sea falsa- supo mantener la calma
para no entrar al trapo de aquel imbécil. Cruzamos un par de miradas y supo que
yo sabía. Me sonrió como si le doliera y luego se fijó un instante en sus propias
zapatillas de deporte, como si ellas fueran a chivarse, a contar más de lo que
debían. El tipo, nuevo en el barrio, nuevo en cualquier barrio, pudo haber
aplastado de un manotazo a su molesto interlocutor y al resto de la parroquia
que allí perdíamos el tiempo con unas cervezas, si nos hubiésemos puesto
farrucos. Por un momento, pensé que nos sacaría el corazón, lo mordería y nos
lo volvería a meter en el pecho como si fuera el logotipo de Apple. Pero quiso
darse, darnos, una oportunidad más antes de tirar por la calle de en medio.
Salió del local después de bosquejar una seca despedida en el aire y dejar unas
monedas en la barra. Al llegar a la puerta se volvió hacia mí un instante y
simuló un disparo con su dedo índice. El corpulento animal le siguió con una
fidelidad que hacía que sintieras respeto por ese hombre que no volvió a
aparecer por allí.
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