Un par de historias inacabadas:
aquel amor que se podó en mala época, aquella familia que se rompió a fuerza de
acudir a entierros y herencias. Él venía de esa cosecha de mal año y acabó en
peregrinaje por estaciones de metro y aceras concurridas. En el estuche de su
violín, el viandante posa las monedas como migas de pan destinadas a una paloma
moribunda. Su improvisado público oye cuatro acordes a lo lejos y prepara la
dádiva que pesa en el bolsillo. Se inclinan para que no haya rebotes incómodos.
Él hace un gesto de agradecimiento y posa la mejilla sobre su instrumento igual
que lo haría un marido feliz sobre el vientre "okupado" de su esposa.
La otra noche, dos tipos a los que nunca había visto, lo abordaron, le dieron
un montón de hostias, le quitaron el violín y le insultaron con un odio
visceral. Ahora coloca el estuche en la acera como si fuera un ataúd de música,
y rasga el aire simulando que allí hay cuerdas y resonancias de madera. Sangra
de una ceja. Un avión le hace una brecha al cielo. Los hay que tienen los
derechos de propiedad sobre la desgracia. Son muy celosos de lo suyo. El
infortunio hace compañía. Otros, pagamos, no nos importa, para que pase de
nosotros semejante cáliz.
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