viernes, 3 de febrero de 2017

Nonagenaria



            Empezaron a sospechar de ella a la tercera asistente muerta en circunstancias no aclaradas. Una mujer de noventa años, enjuta, con grandes dificultades de movilidad, era increíble pudiera ejecutar un crimen así. Pero ahí estaban los números y las lápidas. Acudían a su casa las cuidadoras enviadas por servicios sociales, y al cabo de tres meses ya estaban oficiando un entierro en su memoria. Interrogaron a la anciana: qué ocurría, qué les daba a beber, y ella les hablaba de los bailes de su juventud escudándose en la senectud bondadosa. Después de presionarla, acabó declarando que la parca venía a visitarla periódicamente, y ella la convencía de que se llevara a una chica más joven y más apetecible para su mansión no registrada. La dejaron por imposible, pero ya ninguna asistente quiso seguir prestando el servicio. Ahora la anciana empuja su silla de ruedas hasta la escalera e invita a las vecinas a merendar cuando oye que los ladridos de los perros advierten de una visita fantasmal indeseable. A las vecinas, en cuanto entran en el recibidor, les explica enseñándoles la dentadura postiza, que existe un prodigioso y magnífico propósito para su presencia en este mundo, y que se estremece ante tamaña empresa. Les cuenta que la felicidad es saber marcharse, dejar sitio a otros en el momento adecuado. Mientras construye su discurso, les conduce a la cocina donde reposan con intención el café y las galletas.


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