Empezaron a sospechar de ella a la tercera
asistente muerta en circunstancias no aclaradas. Una mujer de noventa años,
enjuta, con grandes dificultades de movilidad, era increíble pudiera ejecutar
un crimen así. Pero ahí estaban los números y las lápidas. Acudían a su casa
las cuidadoras enviadas por servicios sociales, y al cabo de tres meses ya
estaban oficiando un entierro en su memoria. Interrogaron a la anciana: qué
ocurría, qué les daba a beber, y ella les hablaba de los bailes de su
juventud escudándose en la senectud bondadosa. Después de presionarla, acabó
declarando que la parca venía a visitarla periódicamente, y ella la convencía
de que se llevara a una chica más joven y más apetecible para su mansión no
registrada. La dejaron por imposible, pero ya ninguna asistente quiso seguir prestando
el servicio. Ahora la anciana empuja su silla de ruedas hasta la escalera e
invita a las vecinas a merendar cuando oye que los ladridos de los perros
advierten de una visita fantasmal indeseable. A las vecinas, en cuanto entran
en el recibidor, les explica enseñándoles la dentadura postiza, que existe un
prodigioso y magnífico propósito para su presencia en este mundo, y que se
estremece ante tamaña empresa. Les cuenta que la felicidad es saber marcharse,
dejar sitio a otros en el momento adecuado. Mientras construye su discurso, les
conduce a la cocina donde reposan con intención el café y las galletas.
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