miércoles, 22 de febrero de 2017

Platos rotos.



            El cielo acaba de explotar en la otra orilla. Hasta aquí llegan las cenizas azules. Los desheredados sueñan con la catástrofe que irremediablemente se cumple al día siguiente. Ellos son la conciencia que llama a la puerta a las cuatro de la madrugada del Apocalipsis. Por eso instalamos sistemas de seguridad, para dar media vuelta ante los difusos peligros. El orden para quienes manipulamos el entorno es fundamental. Los creadores del sistema estamos seguros de que el destino lo escribimos nosotros. El fatalismo es para los débiles. Ni siquiera una tormenta de verano nos coge despistados a los de la parte alta de la pirámide. Y si algo incontrolable ocurre, nos replanteamos todos los avances y exigimos que rueden cabezas. Ni dios puede venir si no concierta cita. Las cosas por desgracia están cambiando, y las ambiciones mafiosas quieren poner en contacto una orilla con la otra. Así que aquellos que según las estadísticas viven con un euro al día, ahora pasean por mi calle buscando trabajo, como si ello les ayudara a escapar de la fatalidad. Hojean el periódico intentando descifrar los asuntos que nos interesan, miran la televisión para aprender el idioma que les asegurará un techo protector. Todo se contagia menos la belleza, y ellos lo único que han logrado es destapar la virtualidad de nuestro sistema de untar las tostadas. En vez de enriquecer sus bolsillos, hemos descubierto que también en esta orilla existe la crisis y que el cielo en cualquier momento puede reventar. He cortado el césped de mi jardín. No quiero que el hundimiento me coja con asuntos sin resolver. Algunos no queríamos viajar para no ver las goteras del invento. Pero ha sido inútil. Ellos han viajado hasta nuestra casa. Y ahora estamos unidos por el desaliento. Es el fin de la poesía experimental.

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