Brasil mueve sus caderas en el bar
de la esquina de esta ciudad ajena a la semana santa. Ropajes negros sobre la
piel tostada de dos muchachas que trajinan por el interior de la barra mientras
algunos clientes bebemos juntos y solos, pensando en voz alta en el exotismo de
otras tierras que vienen a hacer de este rincón lleno de complejos un lugar
globalizado. Bebemos codo con codo y solos. La cruz la llevamos al cuello y las
procesiones nos dan pena porque son tan inútiles como visualmente turbadoras.
Bebemos notando la vida arder en los átomos que han evolucionado hasta
preguntarse qué coño son, somos. Charlamos porque el sonido retumba en nuestro
interior y da la impresión de estar ocupada por alguien la estancia que nos
abriga. En el bar entran argelinos, guineanos, marroquíes, ecuatorianos,
colombianas, cubanas, chinos. Los lugareños somos minoría en una ciudad que nos
vio nacer y no ha conseguido librarse de nosotros. No hemos movido el culo de
esta silla atornillada a la costumbre, por eso nuestra identidad es una lucha
por la supervivencia de lo que nunca fuimos. Los cristianos sin cristo somos
una civilización que hace tiempo se cuestiona sus propias creencias, y eso nos
hace más libres o más vacíos, más abiertos al asombro de un universo nada
acogedor. Bebemos juntos para evitar revoluciones, épicas hasta el vómito.
Bebemos hasta que las escobas nos barren hacia la calle, hacia el pánico de una
cama inhóspita. En casa nos espera la enfermedad que se queja como estilo de
vida. En casa nos esperan preguntas a un final inminente de ojos cansados y
piel rugosa. Somos buenos con o sin dios, a pesar nuestro, quizá. Pero hay días
que dan ganas de dejar de beber, de querer, y pensar con egoísmo pasando por
encima de los dioses de la selección natural. Somos buenos pero podemos ser
infames y mandar a la mierda el futuro, la historia que aún está por
escribirse, porque nuestro jodido nombre no aparece en ella. Podemos luchar
contra nuestra programación genética y desertar de este libro escrito con genialidad,
pero traducido por necios. Podemos cagarnos en todo lo más sagrado y pedir otra
copa, la última.
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