lunes, 13 de marzo de 2017

Escribir sin conocer los pasos de baile.



            Empiezo la línea, consciente de que se han quemado ya muchos de los temas rastreados hasta hoy. Google no me dejará mentir. Cuando una mayúscula se impregna de la hoja de escritura, temo que la redundancia, o directamente la inutilidad, parirán las próximas frases. La economía navega por aguas embravecidas que ahondan en lo ya dicho. El misticismo eleva lo particular a lo universal y vuelta. La genética nos habla de nosotros, aún más. La Historia, lo mismo. La tecnología es un laboratorio donde nosotros somos el experimento. Maldito es el ser realista, escéptico ante los sueños que amenazan con el buenismo. Maldito y jodido cuando estás avisado de que el tiempo mira por un hijoputa vivo antes que por el honesto hombre muerto. Se ha equiparado nuestro cabronazo casero con el sospechoso ajeno. Todos los sudores no merecen más de unas líneas en una página web abandonada, colgada de la soga del ciberespacio. La poesía no tiene respuestas. La ciencia, sí. Pero como ya no pregunto nada, leo versos para digerir los libros divulgativos. Cada noche intento hacer un repaso mental a mis muertos. Los pongo en fila y compruebo si se han cepillado los dientes. Sin ellos mi presencia es absurda, como si estuviera jugando al mus con osos de peluche. Una farsa. Los camareros están atrapados, no pueden escapar de una conversación indeseada. Me ocurre lo mismo, pero sin las propinas. Estoy buscando agua en estas palabras como un zahorí desprestigiado por el diluvio que nos anega. Lo cotidiano es aquella vivencia que se repite, otra vez. Sobro. Sobras. Por eso debes quedarte, porque da igual. Si no fuera por el cuerpo y su megalomanía, nos disolveríamos en la melodía de un teléfono en espera. Qué incertidumbres ni qué monsergas. El asunto es claro, unos dejaron de bailar antes y otros lo haremos después. Ni siquiera el baile tiene garantías de perdurar.


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