martes, 7 de marzo de 2017

Lex.



            En su bolsa testicular ubicó la balanza de la justicia. Iba impartiendo sentencias sin preguntar por el nombre de las imputadas. Juraban poniendo la mano en la Biblia que jamás volverían a caer bajo la toga de aquel tipo genital. Pero el sistema carcelario en el que nos movemos no ayuda a la reinserción. Así que la sala de lo penal donde impartía su justicia el mamporrero, siempre estaba muy concurrida. Un tipo que ofrece el placer de quedar en paz con la sociedad civil con penas que son amores de media hora, debería ser subvencionado por los servicios sociales del ayuntamiento, me dijo una de sus reas, que es amiga de infancia, que casó con un mozo que trabaja en Michelín y que la lleva a Salou por Semana Santa. El juez que riega con su ley los ardores de mi amiga, es el mejor remedio que ella ha encontrado donde diluir la angustia de una vida que trastorna sólo de usarla. Y como a ella, les ocurre a otras. Ellas pagan, porque la justicia es cara y sus caricias lentas. Se juntan varias parejas a cenar en un restaurante, y a su mujer se le van los ojos hacia la ventana del local. Lleva toda la tarde distraída. Y piensa él si no habrá cometido algún crimen que quiera expiar con el juez de moda entre las parroquianas. Las dudas y la inseguridad asaltan a cualquier hombre ante una maza de esas dimensiones. Se pone nervioso sólo con pensarlo, y está por pedir audiencia y consejo sobre actuaciones futuras. Si la mujer acata sus condenas sin rechistar, a él sólo le queda pedir la revisión del caso a instancias superiores. La observa, y ella se sueña con el traje de presa. Algo hay en el amor que caduca y nos coge fuera de la ley. 


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