martes, 28 de marzo de 2017

No dejó una maldita nota.



            La mecedora se balancea al borde del precipicio, el borracho se inclina peligrosamente hacia uno de sus lados para buscar el paquete de tabaco. Le pesa el dolor del suicidio de alguien a quien debería haber querido aún más de lo que ya quiso. Ahora vienen de visita los amigos y pretenden darle consuelo con palabras tan enternecedoras como nauseabundas. Los recibe con verdadero asco y lame la boca de la botella vacía. Como sigan hablando con paternalismo acabará partiéndoles sus caras bovinas. A uno de ellos se le ocurre señalar con tono moralista su notorio problema con el alcohol.

            — Estúpido de mierda, que confundes el analgésico con la enfermedad. Pero qué os ocurre, por qué no podéis aceptar el dolor. Tan sólo escuece a rabiar, y necesita su terapia de autodestrucción. Dejadme en paz. El dolor se amortigua con dolor, hasta que los sentidos no responden y entonces puedes clavarte un cuchillo candente en el pecho y rasgarte ochenta tejidos vitales. Qué menos. Excepto los que juegan a engañarse, a los demás solo nos queda el choque de trenes, la convulsión como respuesta. Y eso es beber, perder el conocimiento, despertarte entre vómitos y beber de nuevo antes de que el juicio recobrado empuje a una ducha fría y a saludar con educación a los vecinos. Culpa y pena, sí, y que a nadie se le ocurra sacarme de ahí, de mi hogar guillotinado.

            Uno de los amigos aconseja que vaya a dejar flores sobre su lápida inamovible. Un acto, que se supone podría ser curativo.

            — ¿Flores? — Ni se molesta en contestar. Dando tumbos se aleja de la mecedora en busca de otra botella en el mueble bar. Hace días que no le importa el contenido ni el color del líquido que haya dentro de las botellas. Lo único que le interesa es la graduación.

            Aquel día de la semana solían escogerlo para exprimir el amor con sexo. No era algo fijo, pero sí, solía ser los viernes; ella acababa de dar sus clases de alemán y él venía de trabajar en esa absurda empresa de empaquetar pilas. Ahora se había quedado sin pilas, sin interés por seguir fichando en la máquina de empleados que no es más que una cuenta de esclavos. Los viernes eran propicios porque al día siguiente ninguno tenía que madrugar demasiado, y se  acurrucaban en el sofá a ver un DVD, con la película aconsejada por el tunecino encargado del videoclub, un mitómano de los dramas sociales. Pues justamente eso se encontró al abrir la puerta de casa aquel fatídico viernes, un drama social con la policía tomando notas y midiendo la altura del balcón a la calle.

            — ¿Flores? — repite a destiempo, indignado, con voz amenazadora de borracho. Con gesto febril estampa una botella (asegurándose, eso sí, de que esté vacía) en la primera cabeza que encuentra. Sangrando como un cerdo en día de matanza, el amigo se atreve a añadir con paciencia infinita que el primer paso hacia la felicidad es el más difícil.

            — ¿Y quién se conforma con ser feliz?, contesta él justo antes de dar cuenta del primer, hondo, y prolongado trago de su nueva botella, a la que toma por la cintura sabiendo que acabará yaciendo con ella.

             Los amigos, conscientes del poder de la autocompasión, se marcharon, pero no se rindieron. Al día siguiente se les ocurrió arreglarle una cita a ciegas, por aquello de que un clavo saca otro clavo. El aceptó. Llegó al lugar del encuentro con una mueca oxidada, se bajó la cremallera de la bragueta, y orinó en los pies de su cita. Iba con la vejiga a reventar de ron - contestó cuando le exigieron explicaciones. Al final se hartaron de él y le aconsejaron que se tirara por el balcón, que emprendiera el viaje que tanto deseaba hacer. Y por primera vez miró a sus amigos como si al fin hablaran con cierta inteligencia, una inteligencia que ya les creía devastada por los sentimientos gangosos.

            Cuando le dejaron solo hizo caso del consejo: fue a casa, abrió el balcón, tiró a la calle todas las botellas de alcohol que había almacenado, y después, se lanzó detrás de ellas, de ella.

            ¿Flores? Sí, a él sí le llevan flores, flores que se marchitan, flores que no huelen, flores que se olvidan de retirar, flores amaestradas. Luego, nada: por capullo.


        En cierta ocasión, un tipo con nombre de plato combinado tailandés, un tal Kierkegaard, aseguran que dijo: El que sufre debe ayudarse solo. Pero eso, no siempre es posible.


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