Tu mano en mis testículos actúa como
un abrelatas sobre la conserva caducada. El placer del pobre teme con razón a
la felicidad, porque a cada instante de gloria le corresponden diez latigazos.
El sentimiento de culpa pertenece a una tradición en la que se comparte lo que
otros tiran a la basura. El pobre acepta la tragedia como predestinación firmada
en contrato formal, y su horizonte viaja a lomos de olas apocalípticas. El
suicidio es cosa de burgueses, clientes adinerados de psiquiatras que
aprovechan un hueco para afianzar la herida de la que seguir mamando. El suicidio
es un arma secreta de quien echa de menos lo que no recuerda. El pobre no
quiere saber nada de reencarnaciones, las considera una tomadura de pelo, y un
insistir en la desdicha que no viene al caso. Las biografías, por muchas veces
que las repitas, seguirán transcurriendo exactamente igual. Una cosa es no
suicidarse, y otra muy distinta es cogerle gusto al asunto carnal.
Tu boca se afana en barnizar lo que
fue furia y ahora es bestia domesticada y humilde. Olvidé la contraseña del
amor. ¿Puedo pasar? No soy nadie. Te levantas. Tu pubis sobre mi pierna: un
brasero de mesa camilla. Toma tu dinero y vete. Déjame solo, que estoy a punto
de arrancarme una estúpida esperanza que me ha crecido como una postilla, aquí,
en el lado derecho del alma.
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