miércoles, 5 de abril de 2017

Sablista.



            El sablista carece de fuente propia de energía, por eso se rodea de personas a las que succiona y desecha. No tiene amigos, sólo estaciones de servicio. Nunca nadie te abrazará con tanto entusiasmo ni te olvidará con tanta facilidad. Este sablista en concreto, ha conseguido sacarles dinero a morosos y truhanes de acreditada trayectoria sin despeinarse, vendido a sus más allegados con un gesto campechano, y ha mentido con la soltura de un político profesional. Sentados a la mesa de un bar renegrido a punto de cerrar, me rastrea con el cuerpo ladeado, la mirada resabiada, en la esperanza de sacarme algo y que parezca que me está dando. Nos conocemos desde la caótica adolescencia, sabe que le aprecio porque forma parte de mi álbum de fotos, pero que me dejaría cortar un brazo antes de meter la mano en el bolsillo para prestarle dinero. Aun así, tiene la tentación de hacer un juego de malabares verbales con el que mantenerse en forma. Miro hacia la puerta del local bostezando con aparatosidad, seguro de que captará el mensaje. A mí me aburre, se lo he visto hacer muchas veces: trucos en los que usa la tragicomedia dialéctica, aspavientos trufados de historias rocambolescas. Por eso se levanta, me da una palmada y se despide. Se va en busca de alguien menos trillado antes de que la noche se consuma sin extraerle tajada. Pienso que acabará pidiéndome una transfusión de sangre para alguna operación futura, algo a lo que no me pueda negar. El caso es que no me escape sin darle mi parte, la que él considera por ley que todos debemos entregarle. Sonrío mientras me palpo las venas. Me dan el último aviso desde la barra. Me acerco a pagar las copas. El camarero me informa que mi amigo ha cogido un par de sándwiches antes de irse. - Mi amigo -repito en voz baja-, y pago sin protestar.


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