Se abrió la puerta del ascensor y
pensó que a esas horas de la madrugada aún estaba teniendo un sueño
calenturiento. Él, como todos los que duermen en fases cortas y están en
continuo proceso de dejar de fumar, suele desvelarse de forma reincidente. Es
por lo que busca la calle a cualquier hora empujado por la desazón de unos
pulmones que bufan como un toro con dos estocadas. Pero piensas que la soledad
será la única que te acompañe al coger el ascensor hidráulico en un edificio
habitado principalmente por jubilados que no trasnochan ni madrugan. Por eso le
sorprendió la escena. Bueno, no solo por eso. Sin duda había sitios más
recogidos para la faena, pero el calentón
parecía haberles impedido cualquier miramiento o búsqueda. Antes de
hacerse una exacta composición de lugar, escuchó los inconfundibles
encontronazos de la carne, y luego se percató de que la mujer estaba a cuatro
patas y que lo miraba sin darle importancia. Es más, parecía alegrarle que se
llenaran las gradas. A su espalda, un muchacho bastante más joven que ella,
martilleaba con sorprendente furia, como si quisiera hacer pasar el clavo hasta
el otro lado del panel. Incrédulo y atraído, con una mano sujetando la puerta
del ascensor, se quedó contemplando a la salvaje, primaria, visceral pareja. No
sentía ningún tipo de excitación, sólo asombro, como cuando en los documentales
veía a la leona abalanzarse sobre el cuello del cervatillo: instinto, crudeza
evolutiva. Los humanos solemos escondernos para follarnos. Pero aquella pareja
que lanzaba envites corporales de esfuerzo casi olímpico, agradecía la
presencia de un discreto y embobado espectador. La mujer aulló a la luna que se
colaba por la ventana del rellano de la escalera, mientras el muchacho babeaba
sobre sus nalgas. Aumentaron el ritmo de la friega hasta dedicarle a su anónimo
admirador el derrame azul que cayó sobre el suelo de mármol. No quiso ejercer
más de mirón y cogió el camino de las escaleras encendiendo el deseado cigarro
sin más esperas. Su primera calada fue de una intensidad que casi le ahoga. En
el fondo de la postal nocturna quería amanecer. Ya en la calle, y con el
segundo cigarrillo encendido, supo que regresar a su cama era citar a la
depresión acolchada, y más después de haber presenciado la pujanza de la vida
derramada con generosidad en aquellos cuerpos. Hacía varios meses que una
señora no se enredaba entre sus piernas. Fumar es un verbo que se conjuga solo,
al contrario que el fornicar. Te vas haciendo celoso de tus rarezas, de las
pajas distraídas con la mujer del tiempo al final del noticiero. Sí, clareaba.
Observó desde la distancia de su paseo inconsciente cómo la mujer y su efebo
salían del portal después de haber germinado el vacío. Iban sin tocarse, sin
hablarse. Supo al verlos marchar, que todo hijo de vecino camina cuesta arriba,
aunque disimule.
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