En la primera página, sin apenas dar
una explicación, el protagonista abre la mano y una pistola automática resbala
por ella hasta caer al suelo con una bala menos en la recámara. En la página
treinta y ocho todavía resuena la caída del casquillo, y las huellas
parlanchinas ponen en apuros al personaje con quien el lector se siente
identificado por una extraña empatía hacia las mentes atormentadas. - Aquel
tipejo merecía morir - nos dice desde su sórdido escondite a las afueras de
una ciudad no nombrada. Así se juega a la ruleta rusa con la vida de papel
desde el escritorio de un novelista que huye del horario de oficina, del
trabajo productivo, para que leer perjudique seriamente la salud de algún
incauto. Total, sale casi gratis deslizar hasta el delirio la historia de un
personaje. Pero el autor es tan mediocre y el protagonista tan potente, que éste
último se escapa de su alineación justificada sobre el documento de texto y se
lanza al cuello del abajo firmante con el propósito de convertirlo en anónimo.
La cabeza rota como un muñeco de parabrisas cae sobre el teclado, y el personaje
se vuelve a su huida literaria antes de que alguien entre y confunda la
realidad con la ficción.
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