Fue a la guerra que se libraba en la cama de un metro y
noventa centímetros. En la explanada de sábanas arrugadas tropezó con dos minas
antipersonas, con esos malditos pies que no se corresponden con la pulcritud
del resto de su cuerpo. Consideraba a dichos intrusos motivo inmediato de
divorcio. Lo dejó allí tumbado, acariciándose los mandriles inquietos y pestilentes, mientras ella se levantó a escribir un poema de soldados hartos de
la población civil, tan grosera, tan víctima propicia y colateral, tan abnegada
en su fatal destino. Escribió sobre la guerra porque ya había perdido
suficientes batallas para saber de qué hablaba. Su vida había transcurrido de
oca en oca y tira porque le toca con todas las opciones de caer en la cárcel
de la decepción.
El se dedica a la asesoría fiscal
de ocho de la mañana a tres de la tarde. Ella trabaja de ocho a ocho en un
centro comercial. Los hijos son de ella, la casa de ella, la fuerza de voluntad
de ella, el amor de ella, "en qué piensas" de ella, depilarse de ella,
estar estupenda de ella, las cuentas las cuadra ella, y él tiene esos pies,
esos insoportables caireles y un sueño a prueba de terremotos.