El
sablista carece de fuente propia de energía, por eso se rodea de personas a las
que succiona y desecha. No tiene amigos, sólo estaciones de servicio. Nunca
nadie te abrazará con tanto entusiasmo ni te olvidará con tanta facilidad. Este
sablista en concreto, ha conseguido sacarles dinero a morosos y truhanes de
acreditada trayectoria sin despeinarse, ha vendido a sus más allegados con un
gesto afable, y es capaz de mentir con la soltura de un político profesional. Sentados
a la mesa de un bar renegrido a punto de cerrar, me rastrea con el cuerpo
ladeado, la mirada resabiada, en la esperanza de sacarme algo y que parezca que
me está dando. Nos conocemos desde la caótica adolescencia, sabe que le aprecio
porque forma parte de mi álbum de fotos, pero que me dejaría cortar un brazo
antes de meter la mano en el bolsillo para prestarle dinero. Aun así, tiene la
tentación de hacer un juego de malabares verbales con el que mantenerse en forma.
Miro hacia la puerta del local bostezando ampliamente, seguro de que captará el
mensaje. A mí me aburre, se lo he visto hacer muchas veces: trucos en los que
usa la tragicomedia dialéctica, con aspavientos trufados de historias
rocambolescas. Por eso se levanta, me da una palmada y se despide. Se va en
busca de alguien menos trillado antes de que la noche se consuma sin extraerle
tajada. Pienso que acabará pidiéndome una transfusión de sangre para alguna
operación futura, algo a lo que no me pueda negar. El caso es que no me escape
sin darle mi parte, la que él considera por ley que todos debemos entregarle. Sonrío
mientras me palpo las venas. Me dan el último aviso desde la barra. Me acerco a
pagar las copas. El camarero me informa que mi amigo ha cogido además un par de
sándwiches antes de irse. - Mi amigo - repito en voz baja, y pago sin
protestar.
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