viernes, 17 de febrero de 2017

Algo que contar.



            Escribes a lapicero cuidando el trazado de las letras, con una borra goma cerca del papel por si has de eliminar cualquier error caligráfico. Oíste hablar de la importancia del estilo y quieres ser riguroso. El escrito trata sobre los amores que surgen en la cárcel, sus idilios de ducha, sus paseos románticos por el patio, sus celdas de misticismo, sus noches de derrames viriles sobre el catre, sus cruces de navaja y el chorro de sangre brotando del caño de un obligo nostálgico de cordón. Sacas punta a tu lápiz mientras imaginas la sodomía en prisión, la dificultad de la caricia en los comedores, en los talleres. Esas cartas enviadas a uno mismo reconociendo que el amor surge como proceso químico y es imparable aunque alrededor sólo haya bestias mugrientas. Cuando se ha activado el mecanismo del afecto, el destinatario puede ser cualquiera que entre en el campo de visión. Se sube el gato a la mesa en la que escribes. Serpentea y se enrosca. Borras la palabra trasero y escribes antifonario, porque lo has leído en un libro de sinónimos y pretendes ser presumido con el lenguaje, tal como te enseñaron en el taller de escritura del centro cívico. Nunca has estado en la prisión ni falta que te hace para comprender que los muros no acaban con la naturaleza humana, más al contrario, la obligan a reaparecer. Y el amor, inevitable incluso en los peores momentos, si se cohíbe deriva en perversión. Algunos eligen esta salida. Las depravaciones hacen daño al otro; el amor, a uno mismo. Alargas las eles como si el protagonista estuviera lanzando una cuerda al otro lado de la alambrada. La libertad en un planeta que gira alrededor de la música que tocan los demás, es una ilusión absoluta en un juego galáctico relativo. Por eso el temor renace cuando el sol, como un caballero de encendida papada, da paso a la dama de nariz picuda. Los ruidos de la cárcel en medio del sueño le echaron en manos de aquel psicópata, pedófilo y sadomasoquista. Él le quiere más que a su propia vida. Deja de escribir un momento. No tiene prisa en ésta su nueva profesión de jubilado prematuro dado a la narrativa. Muerde el lápiz y mira fijamente a los ojos del animal doméstico pero sin domesticar. Los felinos tienen ese carácter vaporoso. La goma ha dejado un rastro de migas sobre el papel. Sopla y las palabras se desprenden de la superficie blanca haciendo estornudar al gato. No es fácil escribir a pesar del esmero puesto en la tarea. En la penitenciaría suenan las alarmas.


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