Aprovecha cualquier resquicio el
jodido moscardón para colarse en la celda. Me trajeron a esta cárcel unos
cuernos mal asimilados. El amante, su compañero de oficina, era poca cosa al
fin y al cabo. No pudo soportar los golpes; supongo que estaba demasiado débil
después de varios derrames seminales. O eso dijo ella, por joderme. Ante mi
cara exhibe el moscardón su destreza voladora: rizos, picados, planeos, siempre
con una peculiar ronquera de fondo. Se posa en la mesita donde antiguos
reclusos escribieron el nombre de sus novias. Desciende con aire guasón al ver
mis pies engrilletados al suelo firme. Se siente superior por dominar las rutas
del espacio sin señalizar. Me hace cosquillas en la oreja y escapa zumbón ante
mi impotencia. Cuando al fin se cansa de mí, pone la mirada en otras aventuras
aéreas. Pero hago un gesto rápido y se estrella contra el cristal del ventanuco
enrejado, contra esa fotografía de la realidad que no satisface a nadie. Le he
cerrado la vía de escape, a él, que nunca había visto barrotes. Exhausto, se
detiene en su baldío intento de huida. Le suelto un fatal zarpazo lleno de
rabia, manchado de la sangre que me persigue. Preso, sí, pero aún puedo coger
por los huevos a la libertad, y arrancárselos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario