lunes, 27 de febrero de 2017

Bicho.


            Aprovecha cualquier resquicio el jodido moscardón para colarse en la celda. Me trajeron a esta cárcel unos cuernos mal asimilados. El amante, su compañero de oficina, era poca cosa al fin y al cabo. No pudo soportar los golpes; supongo que estaba demasiado débil después de varios derrames seminales. O eso dijo ella, por joderme. Ante mi cara exhibe el moscardón su destreza voladora: rizos, picados, planeos, siempre con una peculiar ronquera de fondo. Se posa en la mesita donde antiguos reclusos escribieron el nombre de sus novias. Desciende con aire guasón al ver mis pies engrilletados al suelo firme. Se siente superior por dominar las rutas del espacio sin señalizar. Me hace cosquillas en la oreja y escapa zumbón ante mi impotencia. Cuando al fin se cansa de mí, pone la mirada en otras aventuras aéreas. Pero hago un gesto rápido y se estrella contra el cristal del ventanuco enrejado, contra esa fotografía de la realidad que no satisface a nadie. Le he cerrado la vía de escape, a él, que nunca había visto barrotes. Exhausto, se detiene en su baldío intento de huida. Le suelto un fatal zarpazo lleno de rabia, manchado de la sangre que me persigue. Preso, sí, pero aún puedo coger por los huevos a la libertad, y arrancárselos.


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