lunes, 13 de febrero de 2017

El verbo pensar.



            Una criatura pensante llega a engordar hasta el coma si su pensamiento se ve sometido a estrictas sesiones de sofá, televisión e Internet. Pensar es conducir sin chófer por carreteras que no conoces. Pensar es cuestionarse a sí mismo y someter a cambios el arquetipo con el cual entendemos el escenario que nos rodea. Pensar lleva mucho tiempo a la criatura. Es su acción y su omisión, su proyecto y su análisis. Entras por la puerta después de un largo viaje y lo primero que me preguntas es si he pensado en ti. Contesto que sí, que ese pensamiento impide que te vayas del todo, que tu presencia sea una constante en esta casa.  Pero algún día dejaremos de pensar por agotamiento, y será en parte un alivio y un descubrimiento de la desnudez, la demostración de que sin elaboraciones mentales no hay criatura, y si la hay, nada tiene que ofrecer. Nos besamos. Los besos son antídotos del exceso de pensamiento. Que por un momento las descargas eléctricas reactiven el entramado biológico. Pensar demasiado da dolor de cabeza, como si el cerebro estuviera agrandándose con intención de romper el tejado de su casa. Nuestro hijo se te echa encima y te abraza con desesperada ternura. El perro mueve la cola y da vueltas buscando su sitio. Las plantas de la terraza respiran aliviadas. Suena un DVD de Bach. Bach no sabe lo que es un DVD. Un DVD no sabe quién es Bach. Suena un DVD de Bach. Mi suegra, desde su soledad, piensa en si habrá llegado ya su hija y la llama con su móvil de teclas grandotas. Suena el teléfono cuando el perro está lamiendo la pierna desnuda de mi mujer. Estaba pensando en llamarte ahora mismo, mamá. Pienso en una reflexión ética de Spinoza, pero no recuerdo bien la cita. Algo así como que el pensamiento es un atributo de dios. Se me va la mano al crucifijo del cuello que me regaló aquella amiga muerta en un accidente de quirófano. Pienso en ella. En dios no sé cómo hacerlo.


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