Una criatura pensante llega a
engordar hasta el coma si su pensamiento se ve sometido a estrictas sesiones de
sofá, televisión e Internet. Pensar es conducir sin chófer por carreteras que
no conoces. Pensar es cuestionarse a sí mismo y someter a cambios el arquetipo
con el cual entendemos el escenario que nos rodea. Pensar lleva mucho tiempo a
la criatura. Es su acción y su omisión, su proyecto y su análisis. Entras por
la puerta después de un largo viaje y lo primero que me preguntas es si he
pensado en ti. Contesto que sí, que ese pensamiento impide que te vayas del
todo, que tu presencia sea una constante en esta casa. Pero algún día dejaremos de pensar por
agotamiento, y será en parte un alivio y un descubrimiento de la desnudez, la
demostración de que sin elaboraciones mentales no hay criatura, y si la hay,
nada tiene que ofrecer. Nos besamos. Los besos son antídotos del exceso de
pensamiento. Que por un momento las descargas eléctricas reactiven el entramado
biológico. Pensar demasiado da dolor de cabeza, como si el cerebro estuviera
agrandándose con intención de romper el tejado de su casa. Nuestro hijo se te
echa encima y te abraza con desesperada ternura. El perro mueve la cola y da
vueltas buscando su sitio. Las plantas de la terraza respiran aliviadas. Suena
un DVD de Bach. Bach no sabe lo que es un DVD. Un DVD no sabe quién es Bach.
Suena un DVD de Bach. Mi suegra, desde su soledad, piensa en si habrá llegado
ya su hija y la llama con su móvil de teclas grandotas. Suena el teléfono
cuando el perro está lamiendo la pierna desnuda de mi mujer. Estaba pensando
en llamarte ahora mismo, mamá. Pienso en una reflexión ética de Spinoza,
pero no recuerdo bien la cita. Algo así como que el pensamiento es un atributo
de dios. Se me va la mano al crucifijo del cuello que me regaló aquella amiga
muerta en un accidente de quirófano. Pienso en ella. En dios no sé cómo
hacerlo.
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