sábado, 18 de febrero de 2017

Fantasmas familiares.



            Los fantasmas genéticos no se exorcizan con facilidad, están emparedados en los muros de las casas que habitamos, respiran en los álbumes de fotos y hacen emerger sus etéreos amaneramientos con cada espejo. No puedes renegar de tu madre ni de tu padre sin desertar de ti mismo. Arrastras el peso de generaciones en el movimiento reflejo de tus órganos vitales. Los fantasmas esperan sentados a que vuelvas del trabajo, del paseo, del orgasmo. Te miran un segundo y ya saben qué ocurre en los trancos impares de tu andadura. Sus cánticos son repetitivos y te agotan los oídos que pretendían adoptar una nacionalidad distinta escuchando idiomas extraños. Los fantasmas del código genético no se van ni con transfusiones totales, ni con entierros de apellidos comunes, ni con reconocimientos públicos. Te haces trampas en el solitario por ver si los despistas, si la partida de nacimiento se pierde y ellos vagan por el limbo de los pasillos. Se acicalan en los armarios viejos, entre los papeles amarillos, en los cajones donde aún quedan rastros de sus denuedos. Ha venido una psicóloga a preguntarte por ellos. Habéis hablado y reído con los recovecos de la mente juguetona. De vez en cuando has desviado la mirada en su busca incorpórea, pero los taimados fantasmas han decidido no hacer ruido. Ha acudido también un experto parasicólogo con aparatos de medición, pero la genética es apenas mensurable por la tecnología paranormal. Has abierto las ventanas y una ráfaga de lluvia ha empapado la sala de estar. La limpieza pasa por el olvido, por no haber vivido, por no tener pasado que rememorar. Por un momento has tenido la tentación de dar el salto y juntarte con tus fantasmas en la misma casilla de juego. Ellos han visto que la cosa iba en serio, y por hoy han decidido dejarte en paz.


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