Los fantasmas genéticos no se
exorcizan con facilidad, están emparedados en los muros de las casas que
habitamos, respiran en los álbumes de fotos y hacen emerger sus etéreos
amaneramientos con cada espejo. No puedes renegar de tu madre ni de tu padre
sin desertar de ti mismo. Arrastras el peso de generaciones en el movimiento
reflejo de tus órganos vitales. Los fantasmas esperan sentados a que vuelvas del
trabajo, del paseo, del orgasmo. Te miran un segundo y ya saben qué ocurre en
los trancos impares de tu andadura. Sus cánticos son repetitivos y te agotan
los oídos que pretendían adoptar una nacionalidad distinta escuchando idiomas
extraños. Los fantasmas del código genético no se van ni con transfusiones
totales, ni con entierros de apellidos comunes, ni con reconocimientos
públicos. Te haces trampas en el solitario por ver si los despistas, si la
partida de nacimiento se pierde y ellos vagan por el limbo de los pasillos. Se
acicalan en los armarios viejos, entre los papeles amarillos, en los cajones
donde aún quedan rastros de sus denuedos. Ha venido una psicóloga a preguntarte
por ellos. Habéis hablado y reído con los recovecos de la mente juguetona. De vez
en cuando has desviado la mirada en su busca incorpórea, pero los taimados
fantasmas han decidido no hacer ruido. Ha acudido también un experto
parasicólogo con aparatos de medición, pero la genética es apenas mensurable
por la tecnología paranormal. Has abierto las ventanas y una ráfaga de lluvia
ha empapado la sala de estar. La limpieza pasa por el olvido, por no haber
vivido, por no tener pasado que rememorar. Por un momento has tenido la
tentación de dar el salto y juntarte con tus fantasmas en la misma casilla de
juego. Ellos han visto que la cosa iba en serio, y por hoy han decidido dejarte
en paz.
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