Nos agarramos a la vida. Dame la
mano, querida, no me sueltes. A la vida, la que sea. Contamos con una idea de
lo que somos y perseveramos en ella. ¿Equivocada? La única que nos queda,
algunos incluso le cogen cariño. La mano del que está erguido, dice: Se va. La
mano que afloja del que está tendido, dice: Se acaba. La última cobardía viene
a contar que se tiene miedo a la forma de morir, no a la muerte. Somos gentuza
que nos hemos juntado en esta leonera a hacernos trampas al solitario. La
muerte duele si consiste en arrancarnos de lo que somos. Eso es imposible, me
comenta una amiga experta en el ser y su consistencia. ¿Experta? Ella perdió la
memoria y se ha construido una nueva identidad basada en directrices
terapéuticas de bienestar zen. Amén. Por si acaso, intento empaparme en los
productos imperecederos que nuestra imaginación ha elaborado a lo largo de
siglos de evolución y mitología. Intento conocer aquello que perdura, a ver si
por ósmosis algo se pega. Intento no darme demasiada importancia para conseguir
una transición con cierta naturalidad. Puedes soltarme la mano. Así está bien.
Todo está bien. Que pase el siguiente a intentar responder las preguntas.
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