sábado, 11 de febrero de 2017

Penúltima cena.



            Me pesa la mano cuando tu cuerpo sinuoso reclama caricias. Mis venas hinchadas acumulan años de impotencia. Tú eres joven, tanto que piensas que el amor resbala entre las sábanas del verano. Te curvas hacia mí como una estrella menor hacia el centro de su galaxia. La vejez ralentiza el paso porque ya sabe hacia dónde va. Te atrae el ilusionismo de la experiencia, la sensibilidad pausada y la inteligencia forjada a golpes. Pero cuando el letargo, a media luz, te adentra en mi territorio, las sensaciones de la piel se imponen a cualquier control de la razón. Me incomodas con una voluptuosidad apremiante porque ya no puedo jugar a creerme la pasión con este cuerpo mustio, nostálgico de muertos. Tú transpiras vida y necesitas crearla con cada suspiro. Adormeces mientras busco el borde de la cama para saltar al vacío. Lo más deseable de la muerte es que se trata de un lugar sin esquinas. Tus flujos son una sopa fría de esencias silvestres. Los míos, detritus mal envasado. Es esta manía estética la que me impide el engaño en el placer. Qué haces en la ventana. Ven aquí conmigo. Mira cómo el horizonte se pliega en la oscuridad. Aprovecha, cariño, para fijarte mejor en el mural de mi vergüenza.


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