Ha pasado cincuenta veces por la
estación de Otoño. Los pasajeros nerviosos van de lado a lado, sujetándose las
gorras ellos y aplacando el vuelo del vestido ellas, o viceversa, que ahora
todo es intercambiable, hasta el sexo de las monjas. Los bancos están amarillos
como los dientes de un fumador. La estanquera sonríe maliciosa. Las ventanillas
son cuchillas en la cara, aire del norte que se cuela por el fondo de una
curva. Los letreros luminosos y la voz de megafonía tropiezan con las ramas
desprendidas. Tartamudean un poco los viajeros, llaman a la compasión si no
fuera por la prisa. La compasión exige un tiempo del que carecemos. Los andenes
están alfombrados de hojas venidas a despedirse. Las vías están oxidadas. Por
aquí los trenes no se detienen: su origen son las tardes inacabables del verano
turista y van con destino a la nieve que clarea en el estómago del invierno.
Los vagones, en su traqueteo de mulas mal ensilladas, escupen a los que están parados en la cuneta de la estación de Otoño. La melancolía de lo que se ve
marchar. Debería subirse, camino de alguna parte, pero sus cincuenta
pasos por esta estación siempre han sido parecidos, sin destino preciso, con el
billete en la mano, comprobando su autenticidad.
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