En incierto momento visitó una localización
que ahora añora. Estaban ausentes en él tanto el dolor como el placer. No se
montó en ninguna droga para llegar allí. En ocasiones revive aquella experiencia
en pequeñas dosis, pero aquí los placeres y los dolores cuentan con una
inmerecida reputación. Se sintió cómodo en aquel lugar, sólo tenía que sentarse
en la orilla a ver correr el agua sin caer en la tentación de manipularla, desviar
su curso o retenerla con sus manos. Un sitio donde los límites eran el
encuentro que daba continuidad a los hechos, donde la separación no era
entendida como distinción. Un lugar que no precisaba esfuerzo ni violencia para
existir y entender lo que existe. Es consciente que cuando habla de un estado
donde no hay dolor ni placer, la gente lo asume como grato. Se equivocan. Es un
estado sin influencias irreales, un lugar donde lo que ocurre cuadra y cuaja. Pero
su tarifa plana, sin emociones ni sorpresas, puede hacer perder los nervios a
cualquiera. Y de hecho, abandonó aquel lugar para vagar por éste en el que no
cree. Toma una dosis y se abstiene. Toma y lo deja. El agotamiento de los
estímulos son postales muertas. El hombre barbudo, con filosofía de la nada, le
aburre. Echa de menos la vitalidad de la experiencia frente a las palabras, el
actor frente al escenario, el sujeto de la acción frente a sus ideas. Llegan
las vacaciones. Bajará las persianas, insonorizará las paredes de su cerebro y
viajará hasta dar con aquel emplazamiento. Cuanto más conoce al hombre, más
cree en dios y en su inacabada búsqueda de la perfección.
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