sábado, 18 de diciembre de 2021

La danza del espacio infinito -12

 


Suelo intercambiar chascarrillos inocuos con mi vecino Brahim. Ha venido de Argelia. Tiene una mujer recluida entre trapos, paredes e hijos pequeños sobre los que no lleva la  cuenta. Brahim realiza chapuzas a domicilio y exprime las ayudas sociales que un país endeudado más allá del 120% de su producto interior bruto pone a su disposición. <<Somos así de chulos>>, le digo.

            Me cae simpático Brahim; es sociable, algo pícaro y muy formal con los deberes de su religión. Aunque me llama amigo, sé que no lo soy. A pesar de que nos llevamos bien, para él, en el mejor de los casos, soy un hombre profundamente equivocado. Me suele recriminar que los occidentales, o carecemos de valores, o los tenemos viciados. En el peor de los casos, para él soy un perro infiel que es despreciable ante Alá y ante sus seguidores. Brahim puede engañarme, incluso debe, si así favorece a sus creencias. Puede utilizarme, incluso debe, si es conveniente para su causa eterna. Brahim se subyuga a su dios, y por lo tanto, cualquier cosa es posible por el manejo perverso que los hombres hacen de dios. "Alá y sus mensajeros están exentos de responsabilidades para con los idólatras" (Sura 9:3). 

            Para qué negarlo, Brahim me desprecia, aunque agradezco que disimule. Sé de su desdén hacia mí porque lo declara hacia los otros cuando está conmigo.


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