Necesitamos a los monstruos, al compararnos con ellos nos sirven para exonerarnos. Nos identificamos sin problema con la víctima, pero no con el asesino, como si éste fuera una devastación extraterrestre. Los monstruos los tenemos dentro, no están fuera por mucho que nos empeñemos en ello. El miedo a desgastar nuestro ego nos impide reconocerlo. Y es que el ego es un tramposo dispuesto a todo para salir indemne. El hecho de que tengamos controladas algunas pulsiones no significa que no existan. El hecho de que acatemos las reglas de convivencia social no significa que haya muerto el salvaje. Ni tú ni yo superamos la prueba del algodón. Acogemos en nosotros a la víctima y al verdugo con una naturalidad dual que aturde. Desde los medios de comunicación, que ven disparadas sus audiencias con los monstruos, se insta a endurecer las leyes, a encerrar de por vida a la fiera, a adiestrar desde la infancia para que el engendro no crezca descabezado. Sin decirlo en voz alta, sabemos que existirán siempre mientras existamos nosotros. Como existirán las víctimas que nos alimentan. El monstruo es el ego que no se sacia con nada. La víctima es el ego dañado. Un mal sueño entre dos nadas en las que el ego naufraga. Un sueño que animamos porque el ego ha conseguido que nos identifiquemos con él.
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