Sería
conveniente que reconociéramos nuestros errores con una sola voz, y pidiéramos
ayuda humildemente, sin ejercer presiones que ahora no vienen al caso, sin orgullos
nacionales que siempre despreciamos y de los cuales ahora queremos hacer
bandera. Ayuda para rectificar, no para seguir igual.
El
orgullo del pobre es respetable. El orgullo del vividor es recochineo. Aun
siendo mala la clase dirigente, un país no se hunde sin la activa complicidad
de su población. Menos señalar con el dedo y más espejos. Cuando un jugador se
tira en el área con intención de engañar al árbitro, en vez de considerarlo un
tramposo, en este país le otorgamos el honorable título de listo y habilidoso, alguien
que actúa inteligentemente en beneficio propio con todas las armas a su
alcance. El vividor amenaza con abandonar el juego cada vez que pierde una
mano. O gana o se acabó. Al vividor no le importan las generaciones futuras y su
probable destino de miseria, con tal de que él pueda mantener en todo lo alto con
depurado cinismo una peculiar interpretación del lema “Carpe Diem”. Estoy
seguro que el vividor terminará por ser decapitado de la escena, aunque antes nos
cueste a todos un alto precio.