La mecedora se balancea al borde del
precipicio, el borracho se inclina peligrosamente hacia uno de sus lados para
buscar el paquete de tabaco. Le pesa el dolor del suicidio de alguien a quien
debería haber querido aún más de lo que ya quiso. Ahora vienen de visita los
amigos y pretenden darle consuelo con palabras tan enternecedoras como
nauseabundas. Los recibe con verdadero asco y lame la boca de la botella
vacía. Como sigan hablando con paternalismo acabará partiéndoles sus caras
bovinas. A uno de ellos se le ocurre señalar con tono moralista su notorio
problema con el alcohol.
— Estúpido de mierda, que confundes
el analgésico con la enfermedad. Pero qué os ocurre, por qué no podéis aceptar
el dolor. Tan sólo escuece a rabiar, y necesita su terapia de autodestrucción.
Dejadme en paz. El dolor se amortigua con dolor, hasta que los sentidos no
responden y entonces puedes clavarte un cuchillo candente en el pecho y
rasgarte ochenta tejidos vitales. Qué menos. Excepto los que juegan a
engañarse, a los demás solo nos queda el choque de trenes, la convulsión como
respuesta. Y eso es beber, perder el conocimiento, despertarte entre vómitos y
beber de nuevo antes de que el juicio recobrado empuje a una ducha fría y a
saludar con educación a los vecinos. Culpa y pena, sí, y que a nadie se le
ocurra sacarme de ahí, de mi hogar guillotinado.
Uno de los amigos aconseja que vaya
a dejar flores sobre su lápida inamovible. Un acto, que se supone podría ser
curativo.
— ¿Flores? — Ni se molesta en
contestar. Dando tumbos se aleja de la mecedora en busca de otra botella en el
mueble bar. Hace días que no le importa el contenido ni el color del líquido
que haya dentro de las botellas. Lo único que le interesa es la graduación.
Aquel día de la semana solían
escogerlo para exprimir el amor con sexo. No era algo fijo, pero sí, solía ser
los viernes; ella acababa de dar sus clases de alemán y él venía de trabajar en
esa absurda empresa de empaquetar pilas. Ahora se había quedado sin pilas, sin
interés por seguir fichando en la máquina de empleados que no es más que una
cuenta de esclavos. Los viernes eran propicios porque al día siguiente ninguno
tenía que madrugar demasiado, y se
acurrucaban en el sofá a ver un DVD, con la película aconsejada por el
tunecino encargado del videoclub, un mitómano de los dramas sociales. Pues
justamente eso se encontró al abrir la puerta de casa aquel fatídico viernes,
un drama social con la policía tomando notas y midiendo la altura del balcón a
la calle.
— ¿Flores? — repite a destiempo,
indignado, con voz amenazadora de borracho. Con gesto febril estampa una
botella (asegurándose, eso sí, de que esté vacía) en la primera cabeza que
encuentra. Sangrando como un cerdo en día de matanza, el amigo se atreve a
añadir con paciencia infinita que el primer paso hacia la felicidad es el más
difícil.
— ¿Y quién se conforma con ser
feliz?, contesta él justo antes de dar cuenta del primer, hondo, y prolongado
trago de su nueva botella, a la que toma por la cintura sabiendo que acabará
yaciendo con ella.
Los amigos, conscientes del poder de la
autocompasión, se marcharon, pero no se rindieron. Al día siguiente se les
ocurrió arreglarle una cita a ciegas, por aquello de que un clavo saca otro
clavo. El aceptó. Llegó al lugar del encuentro con una mueca oxidada, se bajó
la cremallera de la bragueta, y orinó en los pies de su cita. Iba con la vejiga a reventar de ron - contestó cuando le exigieron explicaciones.
Al final se hartaron de él y le aconsejaron que se tirara por el balcón, que
emprendiera el viaje que tanto deseaba hacer. Y por primera vez miró a sus
amigos como si al fin hablaran con cierta inteligencia, una inteligencia que ya
les creía devastada por los sentimientos gangosos.
Cuando le dejaron solo hizo caso del
consejo: fue a casa, abrió el balcón, tiró a la calle todas las botellas de
alcohol que había almacenado, y después, se lanzó detrás de ellas, de ella.
¿Flores? Sí, a él sí le llevan
flores, flores que se marchitan, flores que no huelen, flores que se olvidan de
retirar, flores amaestradas. Luego, nada: por capullo.
En cierta ocasión, un tipo con
nombre de plato combinado tailandés, un tal Kierkegaard, aseguran que dijo: El
que sufre debe ayudarse solo. Pero eso, no siempre es posible.