En su bolsa testicular ubicó la
balanza de la justicia. Iba impartiendo sentencias sin preguntar por el nombre
de las imputadas. Juraban poniendo la mano en la Biblia que jamás volverían a
caer bajo la toga de aquel tipo genital. Pero el sistema carcelario en el que
nos movemos no ayuda a la reinserción. Así que la sala de lo penal donde
impartía su justicia el mamporrero, siempre estaba muy concurrida. Un tipo que
ofrece el placer de quedar en paz con la sociedad civil con penas que son
amores de media hora, debería ser subvencionado por los servicios sociales del
ayuntamiento, me dijo una de sus reas, que es amiga de infancia, que casó con
un mozo que trabaja en Michelín y que la lleva a Salou por Semana Santa. El
juez que riega con su ley los ardores de mi amiga, es el mejor remedio que ella
ha encontrado donde diluir la angustia de una vida que trastorna sólo de usarla.
Y como a ella, les ocurre a otras. Ellas pagan, porque la justicia es cara y
sus caricias lentas. Se juntan varias parejas a cenar en un restaurante, y a su
mujer se le van los ojos hacia la ventana del local. Lleva toda la tarde
distraída. Y piensa él si no habrá cometido algún crimen que quiera expiar con
el juez de moda entre las parroquianas. Las dudas y la inseguridad asaltan a
cualquier hombre ante una maza de esas dimensiones. Se pone nervioso sólo con
pensarlo, y está por pedir audiencia y consejo sobre actuaciones futuras. Si la
mujer acata sus condenas sin rechistar, a él sólo le queda pedir la revisión
del caso a instancias superiores. La observa, y ella se sueña con el traje de
presa. Algo hay en el amor que caduca y nos coge fuera de la ley.
martes, 7 de marzo de 2017
lunes, 6 de marzo de 2017
Las enaguas.
Bajo
la catedral de hielo nadan los misterios de colores. Bajo la cofia de una monja
se revuelve el amor intangible que el cuerpo desahucia. Bajo la materia vibra
la antimateria. Cada vez que reflexiono sobre la carcasa que nos envuelve,
sufro el acoso de la ilusión, el mal del espejismo, la duda de si el observador
que observa sólo puede ver una versión de sí mismo, una trama que lo completa,
que le da sentido. La observación que determina lo observado. Y mientras, la
verdad permanece codificada. Los amigos esconden lubricidad en la ropa
interior, palabras no dichas que parecen rodear la cadera femenina con calor
inofensivo. Disimular la firmeza de la erección es inútil a la larga aunque se
tenga corta. La literatura ayuda al engaño, a la máscara lingüística. Las
poluciones nocturnas se convierten en poesía en una calle abarrotada a la hora
del café. La filosofía metamorfosea sus ganas de ponerte a cuatro patas. Bajo
la catedral de la carne un dios sordomudo busca pasadizos secretos por los que
aparecerse. Los encantos expuestos como en un tenderete de mercadillo, hacen
sospechar a la más obtusa. Pero las palabras son tan constructoras de
monumentos a la amistad, que olvidas que son pronunciadas para desviar la
atención de unos testículos a punto de desbordarse.
viernes, 3 de marzo de 2017
Entre todos ellos.
Callen los pájaros estampados en el
asfalto fláccido del verano, callen los geriátricos entre los estertores del
invierno, callen las figuras del cine negro, las siluetas de mis bisabuelos con
sus adustas sombras en un marco herrumbroso, callen la gasolinera en la noche
de una carretera local desconchada, callen las flores de tela amarilla, callen
las mariposas de colección, callen las violadas en sus pesadillas, calle el
oprimido tras arder a lo bonzo, calle la escalera por la que huyó el crimen,
callen las gargantas cuando ocupan la boca de una pistola recortada o una polla
ufana, callen los trenes en vía muerta, callen los estudios los lunes por la
mañana, callen los políticos ante el golpe de las armas, callen los ciudadanos
el día después del recuento, callen los intelectuales una vez recibido el
premio a su trayectoria deslavada; tú Ainara, sigue acariciando la elipsis,
sigue así, tocando el violín. Sé que es tu forma de llorar.
jueves, 2 de marzo de 2017
Atmósfera ambientada.
La acera se enciende y se apaga al
paso del miedo. Las pisadas hacen las veces de interruptor aunque los pies sean
de individuos que se desbancan sin escrúpulos. Soporta la muchedumbre la
sigilosa deriva del noctámbulo, pasa la mano por el hombro del llorica y no se
ahoga en los diluvios. Mira con discreción por debajo de las faldas y hace
tropezar al deslenguado. Vía de peregrinos con corbata, lápida de mendigos. Por
la acera huye el ladrón y es lecho de amantes adolescentes en las ebrias
madrugadas. La acera nos arrima a la pared. La acera se ríe del viento. Dos
navajas. Sangre cursando su licenciatura hacia la alcantarilla. Lucía corre a
la par de los coches. Se despide de quien por la carretera no volverá. La acera
se acaba y ella se dobla colocando las manos sobre las rodillas. Sobre la acera
caen los suicidas confiados en la fiabilidad del verdugo. La acera construye
camastros de hojas o colchones de almidón. No se queja aunque la abran en
canal. Los niños no deben salir de ella porque es una madre plana que amamanta
con rasguños. Carlos espera y pasea nervioso. Está a punto de marcharse
maldiciendo. Ella no viene. Parece que no viene, pero sí, la chica llega a la
cita. Pensó en no acudir y quedarse en casa lamentándose, pero al final cogió
el destino escrito sobre la acera.
miércoles, 1 de marzo de 2017
La parte de atrás de la foto.
En incierto momento visitó una localización
que ahora añora. Estaban ausentes en él tanto el dolor como el placer. No se
montó en ninguna droga para llegar allí. En ocasiones revive aquella experiencia
en pequeñas dosis, pero aquí los placeres y los dolores cuentan con una
inmerecida reputación. Se sintió cómodo en aquel lugar, sólo tenía que sentarse
en la orilla a ver correr el agua sin caer en la tentación de manipularla, desviar
su curso o retenerla con sus manos. Un sitio donde los límites eran el
encuentro que daba continuidad a los hechos, donde la separación no era
entendida como distinción. Un lugar que no precisaba esfuerzo ni violencia para
existir y entender lo que existe. Es consciente que cuando habla de un estado
donde no hay dolor ni placer, la gente lo asume como grato. Se equivocan. Es un
estado sin influencias irreales, un lugar donde lo que ocurre cuadra y cuaja. Pero
su tarifa plana, sin emociones ni sorpresas, puede hacer perder los nervios a
cualquiera. Y de hecho, abandonó aquel lugar para vagar por éste en el que no
cree. Toma una dosis y se abstiene. Toma y lo deja. El agotamiento de los
estímulos son postales muertas. El hombre barbudo, con filosofía de la nada, le
aburre. Echa de menos la vitalidad de la experiencia frente a las palabras, el
actor frente al escenario, el sujeto de la acción frente a sus ideas. Llegan
las vacaciones. Bajará las persianas, insonorizará las paredes de su cerebro y
viajará hasta dar con aquel emplazamiento. Cuanto más conoce al hombre, más
cree en dios y en su inacabada búsqueda de la perfección.
martes, 28 de febrero de 2017
Las tres manos.
Una creación planificada o una
evolución prolongada y tortuosa, no pueden equivocarse, ni veo a nadie capaz de
enmendarles la plana con versos raperos. Veamos, somos criaturas con dos manos,
solo con dos manos los más afortunados, y como todo el mundo sabe, en las
reuniones sociales se necesita una de ellas para sostener la copa y la otra
para el puro, o si eres fogoso pero antihumo, para dejarla caer seductoramente sobre
la rodilla de tu acompañante. ¿Pero en qué manual viene que una o ambas manos
han de estar de forma obligada enredando en las teclas de un aséptico móvil?
Perplejo me quedo cuando veo que en cualquier acontecimiento social siempre hay
unos cuantos que manosean su "aparato" como si les fuera la vida en
ello. Si dios y Darwin hubieran querido que tuviésemos esos artilugios siempre
entre las manos, con o sin motivo, descuidando la conversación con los amigos
presentes, nos habrían diseñado con tres manos. Lo digo aquí, y lo llevaré a
cabo sin dar más explicaciones: la próxima vez que coincida con alguien que se
ocupe de su smartphone sin que éste haya sonado con urgencia de ambulancia, me
levantaré y me iré, limpiando el polvo de mis zapatos.
lunes, 27 de febrero de 2017
Bicho.
Aprovecha cualquier resquicio el
jodido moscardón para colarse en la celda. Me trajeron a esta cárcel unos
cuernos mal asimilados. El amante, su compañero de oficina, era poca cosa al
fin y al cabo. No pudo soportar los golpes; supongo que estaba demasiado débil
después de varios derrames seminales. O eso dijo ella, por joderme. Ante mi
cara exhibe el moscardón su destreza voladora: rizos, picados, planeos, siempre
con una peculiar ronquera de fondo. Se posa en la mesita donde antiguos
reclusos escribieron el nombre de sus novias. Desciende con aire guasón al ver
mis pies engrilletados al suelo firme. Se siente superior por dominar las rutas
del espacio sin señalizar. Me hace cosquillas en la oreja y escapa zumbón ante
mi impotencia. Cuando al fin se cansa de mí, pone la mirada en otras aventuras
aéreas. Pero hago un gesto rápido y se estrella contra el cristal del ventanuco
enrejado, contra esa fotografía de la realidad que no satisface a nadie. Le he
cerrado la vía de escape, a él, que nunca había visto barrotes. Exhausto, se
detiene en su baldío intento de huida. Le suelto un fatal zarpazo lleno de
rabia, manchado de la sangre que me persigue. Preso, sí, pero aún puedo coger
por los huevos a la libertad, y arrancárselos.
sábado, 25 de febrero de 2017
Convivencia en juego.
Cuando un perro mira atentamente un
libro no significa que sepa leer. Hay personas que prefieren salir de casa en
busca de la naturaleza, y otras optan por llenar la casa de animales y tiestos.
Estas últimas perpetúan el engaño de las ciudades y se hacen acompañar en sus
jaulas por aquellas criaturas que les recuerdan lo simple y originario. Pero
somos construcciones mentales por mucho que nuestro soporte sea biológico, y en
ese diabólico juego hemos de aprender a sobrevivir con estimulaciones felices,
aunque sean virtuales o inducidas. Al final, la suma ha de ser cero, pero
varias son las maneras de llegar al equilibrio. Para ti todas las desgracias y
para mí todas las venturas. Si vemos el planeta como un cerebro, hay partes que
estimulan el placer y otras el dolor. Pocas veces se da la sorpresa por mucha
interconexión que haya entre las neuronas. A los milagros se les llama así por
algo. El dueño utiliza un tono de voz engatusador, suave y festivo. El perro
mueve la cola creyendo que recibirá algún tipo de premio o gracia cariñosa. El
dueño le atiza en el hocico y luego le explica las razones de su actuación disciplinaria,
pero el perro ya no comprende nada porque ha dejado de confiar en él.
viernes, 24 de febrero de 2017
Tercera nube.
Una casa en las nubes. El avión a su
paso destroza el jardín. Por una de las ventanillas del aparato la muchacha
observa a dos ancianos agitar los brazos como si fueran personal de tierra. Las
nubes están sobrevaloradas y hay mucha especulación en el mercado de segunda
vivienda. Todos aspiran a romper la gravedad sin necesidad de motores. El
vértigo es para quienes miran hacia abajo. Los viejos plantan flores y aromas
muy agradecidos esperando que otra nube superior las riegue. El calor llega
como un disparo y la basura espacial
hace heridas en la nube, que se cura al instante con un poco de gasa.
Los rayos se producen cuando en la marchita pareja chispean los ojos recordando
su picardía. Los truenos son ronquidos del miedo a no despertar. Esta mañana
han recibido un mensaje vía satélite para suscribirse al canal súper plus. Otro
avión les levanta la nube unos cuantos palmos y les deja aturdidos en su sala
de estar. Los pies flotando, porque a los viejos siempre les cuelgan los pies,
como si ya estuvieran en la planta de arriba. Se abastecen de energía estelar,
que es más barata en su carga nocturna. Mientras, el sol, esa estrella con
fuegos de superioridad, trabaja a máximo rendimiento. Otro avión, otra mirada
hacia el retiro.
jueves, 23 de febrero de 2017
Una falla.
Brasil mueve sus caderas en el bar
de la esquina de esta ciudad ajena a la semana santa. Ropajes negros sobre la
piel tostada de dos muchachas que trajinan por el interior de la barra mientras
algunos clientes bebemos juntos y solos, pensando en voz alta en el exotismo de
otras tierras que vienen a hacer de este rincón lleno de complejos un lugar
globalizado. Bebemos codo con codo y solos. La cruz la llevamos al cuello y las
procesiones nos dan pena porque son tan inútiles como visualmente turbadoras.
Bebemos notando la vida arder en los átomos que han evolucionado hasta
preguntarse qué coño son, somos. Charlamos porque el sonido retumba en nuestro
interior y da la impresión de estar ocupada por alguien la estancia que nos
abriga. En el bar entran argelinos, guineanos, marroquíes, ecuatorianos,
colombianas, cubanas, chinos. Los lugareños somos minoría en una ciudad que nos
vio nacer y no ha conseguido librarse de nosotros. No hemos movido el culo de
esta silla atornillada a la costumbre, por eso nuestra identidad es una lucha
por la supervivencia de lo que nunca fuimos. Los cristianos sin cristo somos
una civilización que hace tiempo se cuestiona sus propias creencias, y eso nos
hace más libres o más vacíos, más abiertos al asombro de un universo nada
acogedor. Bebemos juntos para evitar revoluciones, épicas hasta el vómito.
Bebemos hasta que las escobas nos barren hacia la calle, hacia el pánico de una
cama inhóspita. En casa nos espera la enfermedad que se queja como estilo de
vida. En casa nos esperan preguntas a un final inminente de ojos cansados y
piel rugosa. Somos buenos con o sin dios, a pesar nuestro, quizá. Pero hay días
que dan ganas de dejar de beber, de querer, y pensar con egoísmo pasando por
encima de los dioses de la selección natural. Somos buenos pero podemos ser
infames y mandar a la mierda el futuro, la historia que aún está por
escribirse, porque nuestro jodido nombre no aparece en ella. Podemos luchar
contra nuestra programación genética y desertar de este libro escrito con genialidad,
pero traducido por necios. Podemos cagarnos en todo lo más sagrado y pedir otra
copa, la última.
miércoles, 22 de febrero de 2017
Platos rotos.
El cielo acaba de explotar en la otra orilla. Hasta aquí llegan las cenizas azules. Los desheredados sueñan con la catástrofe que irremediablemente se cumple al día siguiente. Ellos son la conciencia que llama a la puerta a las cuatro de la madrugada del Apocalipsis. Por eso instalamos sistemas de seguridad, para dar media vuelta ante los difusos peligros. El orden para quienes manipulamos el entorno es fundamental. Los creadores del sistema estamos seguros de que el destino lo escribimos nosotros. El fatalismo es para los débiles. Ni siquiera una tormenta de verano nos coge despistados a los de la parte alta de la pirámide. Y si algo incontrolable ocurre, nos replanteamos todos los avances y exigimos que rueden cabezas. Ni dios puede venir si no concierta cita. Las cosas por desgracia están cambiando, y las ambiciones mafiosas quieren poner en contacto una orilla con la otra. Así que aquellos que según las estadísticas viven con un euro al día, ahora pasean por mi calle buscando trabajo, como si ello les ayudara a escapar de la fatalidad. Hojean el periódico intentando descifrar los asuntos que nos interesan, miran la televisión para aprender el idioma que les asegurará un techo protector. Todo se contagia menos la belleza, y ellos lo único que han logrado es destapar la virtualidad de nuestro sistema de untar las tostadas. En vez de enriquecer sus bolsillos, hemos descubierto que también en esta orilla existe la crisis y que el cielo en cualquier momento puede reventar. He cortado el césped de mi jardín. No quiero que el hundimiento me coja con asuntos sin resolver. Algunos no queríamos viajar para no ver las goteras del invento. Pero ha sido inútil. Ellos han viajado hasta nuestra casa. Y ahora estamos unidos por el desaliento. Es el fin de la poesía experimental.
martes, 21 de febrero de 2017
Es lo que parece.
Una colisión en cadena en la
carretera comarcal. El campo de tulipanes se encharca en sangre. La lluvia no
puede diluir el rojo. Las piernas amputadas desean ser útiles como bates de
béisbol, ver carreras de cerca mientras las dejan caer sobre la tierra en busca
de la siguiente base. Al final de un accidente te espera una silla de ruedas
para sacarte a pasear desde la altura de un niño, pero se te empina como a un
caballo y nadie quiere montarte. Después del trabajo delante de una pantalla de
ordenador, donde estar sentado es una ventaja, el parapléjico acude al centro
de rehabilitación a realizar sus ejercicios fisioterapéuticos. Le han hablado
de los juegos paralímpicos, pero ya tiene su agenda saturada de chorradas. Está
harto de escuchar cómo los mancos anhelan jugar al tenis, o los cojos ser
delanteros del Madrid. Está cansado de gente que no acepta su condición de paralítico
e iza la bandera de la superación. ¿Superarse es rascarte el pie que no tienes?
En su opinión ya es hora de que algunos dejen de comprar zapatillas de marca
con las que lograr mayor suspensión en los saltos de pértiga. Ya es hora de no
hacer más el memo y empezar a hacer bien lo que bien puedes hacer. Bastante
difícil le resulta engrasar su propia silla de ruedas para dedicarse a
experimentos de astronauta. Ha oído hablar de un asunto turbador al que los
especialistas ponen este título: trastorno de identidad de la integridad
corporal. Ha consultado sobre el asunto en Internet, son personas que quieren
amputarse miembros para quedar postrados en una silla de ruedas, alcanzando con
ello la realización personal. Wannabe de la ortopedia. En ese momento llaman al
timbre de la puerta, y él, movido por remotos impulsos, se desploma en el
intento de levantarse a abrir. Suspira a ras de suelo, tragándose el dolor de
verse en los malditos espejos.
sábado, 18 de febrero de 2017
Fantasmas familiares.
Los fantasmas genéticos no se
exorcizan con facilidad, están emparedados en los muros de las casas que
habitamos, respiran en los álbumes de fotos y hacen emerger sus etéreos
amaneramientos con cada espejo. No puedes renegar de tu madre ni de tu padre
sin desertar de ti mismo. Arrastras el peso de generaciones en el movimiento
reflejo de tus órganos vitales. Los fantasmas esperan sentados a que vuelvas del
trabajo, del paseo, del orgasmo. Te miran un segundo y ya saben qué ocurre en
los trancos impares de tu andadura. Sus cánticos son repetitivos y te agotan
los oídos que pretendían adoptar una nacionalidad distinta escuchando idiomas
extraños. Los fantasmas del código genético no se van ni con transfusiones
totales, ni con entierros de apellidos comunes, ni con reconocimientos
públicos. Te haces trampas en el solitario por ver si los despistas, si la
partida de nacimiento se pierde y ellos vagan por el limbo de los pasillos. Se
acicalan en los armarios viejos, entre los papeles amarillos, en los cajones
donde aún quedan rastros de sus denuedos. Ha venido una psicóloga a preguntarte
por ellos. Habéis hablado y reído con los recovecos de la mente juguetona. De vez
en cuando has desviado la mirada en su busca incorpórea, pero los taimados
fantasmas han decidido no hacer ruido. Ha acudido también un experto
parasicólogo con aparatos de medición, pero la genética es apenas mensurable
por la tecnología paranormal. Has abierto las ventanas y una ráfaga de lluvia
ha empapado la sala de estar. La limpieza pasa por el olvido, por no haber
vivido, por no tener pasado que rememorar. Por un momento has tenido la
tentación de dar el salto y juntarte con tus fantasmas en la misma casilla de
juego. Ellos han visto que la cosa iba en serio, y por hoy han decidido dejarte
en paz.
viernes, 17 de febrero de 2017
Algo que contar.
Escribes a lapicero cuidando el
trazado de las letras, con una borra goma cerca del papel por si has de eliminar
cualquier error caligráfico. Oíste hablar de la importancia del estilo y
quieres ser riguroso. El escrito trata sobre los amores que surgen en la
cárcel, sus idilios de ducha, sus paseos románticos por el patio, sus celdas de
misticismo, sus noches de derrames viriles sobre el catre, sus cruces de navaja
y el chorro de sangre brotando del caño de un obligo nostálgico de cordón.
Sacas punta a tu lápiz mientras imaginas la sodomía en prisión, la dificultad
de la caricia en los comedores, en los talleres. Esas cartas enviadas a uno
mismo reconociendo que el amor surge como proceso químico y es imparable aunque
alrededor sólo haya bestias mugrientas. Cuando se ha activado el mecanismo del
afecto, el destinatario puede ser cualquiera que entre en el campo de visión.
Se sube el gato a la mesa en la que escribes. Serpentea y se enrosca. Borras la
palabra trasero y escribes antifonario, porque lo has leído en un libro de
sinónimos y pretendes ser presumido con el lenguaje, tal como te enseñaron en
el taller de escritura del centro cívico. Nunca has estado en la prisión ni
falta que te hace para comprender que los muros no acaban con la naturaleza
humana, más al contrario, la obligan a reaparecer. Y el amor, inevitable
incluso en los peores momentos, si se cohíbe deriva en perversión. Algunos
eligen esta salida. Las depravaciones hacen daño al otro; el amor, a uno mismo.
Alargas las eles como si el protagonista estuviera lanzando una cuerda al otro
lado de la alambrada. La libertad en un planeta que gira alrededor de la música
que tocan los demás, es una ilusión absoluta en un juego galáctico relativo.
Por eso el temor renace cuando el sol, como un caballero de encendida papada,
da paso a la dama de nariz picuda. Los ruidos de la cárcel en medio del sueño
le echaron en manos de aquel psicópata, pedófilo y sadomasoquista. Él le quiere
más que a su propia vida. Deja de escribir un momento. No tiene prisa en ésta
su nueva profesión de jubilado prematuro dado a la narrativa. Muerde el lápiz y
mira fijamente a los ojos del animal doméstico pero sin domesticar. Los felinos
tienen ese carácter vaporoso. La goma ha dejado un rastro de migas sobre el
papel. Sopla y las palabras se desprenden de la superficie blanca haciendo
estornudar al gato. No es fácil escribir a pesar del esmero puesto en la tarea.
En la penitenciaría suenan las alarmas.
jueves, 16 de febrero de 2017
Condenado por la campana.
Transformar los sonidos en sabores
para comer esa maldita sinfonía que retumba en el muro que te une a un vecino
más sordo que melómano, provoca en ti una mala digestión y evacuación diarreica.
Uno puede llegar a odiar hasta la belleza si se la imponen. Pero salir a la
calle no es una opción porque son tiempos de fiestas patronales y quien no
golpea un tambor no siente el terruño en la sístole del corazón. Luego del
jolgorio popular volverán los del martillo pilón, las grúas y las zanjas para
mejorar nuestra calidad de vida con una red de hilos tramando algo bajo
nuestros pies. No das con la sintonía del móvil que se amolde a la sensibilidad
sonora actual. Todas están pensadas para desestabilizar provocando trastorno
bipolar. El claxon de los coches se prueban a sí mismos que son símbolos
viriles. No hay medida de tiempo más corta que aquella que va de un semáforo
puesto en verde a un tonto al volante pitándote en el culo. Entras al cine, parece
que un virus salvaje se propaga a través del aire acondicionado y causa una avalancha de toses espasmódicas en los
espectadores. Sales del cine y la gente necesita tiempo para adecuar la
inflexión de su voz, que viene de estar sometida a la penumbra. La estridencia
es un arma de destrucción invasiva. Probablemente por ello, no muchos hayan
podido ver hasta el final la película del "Gran Silencio". Los monjes
en su vida cotidiana deslizan sonidos que sólo ellos saben interpretar. Te
sugestionan con sus movimientos rituales, con sus señales de hábito, y te
invitan a una última cena sin brindis. Si no fuera porque del monasterio
también se puede salir, harías los votos con los oídos tapados. La pobreza,
teniendo para comer, vestir y dónde dormir, es al menos clase media. La
castidad voluntaria siempre será mejor que la obligada. La obediencia hacia
quien debe obediencia tampoco puede ser peor que tragar con los despotismos de
un jefe de sección de estupidez contrastada. Y a cambio te ofrecen silencio, que
aunque ellos lo llamen oración, no deja de ser un artículo difícil de conseguir
incluso en la cumbre del Everest.
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