La lucidez llega cuando llevas medio
camino recorrido en tu caída por el barranco, allí donde el árbol inclinado se
rinde a nuestra terquedad. La luz viene de arriba y sólo cuando no queda
trayecto hacia abajo, la vemos. La adicción nos ha destruido. Y en ese derribo
ha caído el velo embrujado que nos retenía. No somos libres aún, pero las
cadenas ya no nos deslumbran. El camino tira de nosotros como las escaleras
automáticas de unos grandes almacenes: ritmo pausado y seguro. El tiempo se
detiene a tomar café en una mesa camilla y abraza a la mujer cuyo cabello se
cuela por el circuito sanguíneo, sus pechos se aplastan contra el suyo y las
manos se lanzan por el tobogán de risas que es su espalda. Un pasmo se dibuja
en la cara, un continuo vaciado por donde corre el pensamiento estable. La luz
hace invisible al individuo. Si no fuera por los alaridos del cuerpo se
disolvería con total naturalidad. Y se acabó, para qué más.
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