Con la edad los apegos terrenales se
acumulan y la muerte se convierte en un puerto de categoría especial. Me
confías esta reflexión que leíste no sabes dónde mientras enciendes un purito
largo y elegante que baila confiado entre tus dedos. El humo te ataca a
traición los ojos y das un manotazo que dibuja figuras extrañas que se
mantienen como una representación de marionetas sobre tu cabeza. Habías dejado
de fumar, pero comprendiste que la salud no es suficiente razón para estropear
la estética en una mesa con café y copa. Allí tu mente se entrega a divagar y a
seducir. Bebes, fumas, las manos ocupadas, el gesto entretiene las miradas
mientras los trucos de magia van cayendo ante una audiencia cada vez más
arrebatada. Las arrugas se dibujan en tu frente con cada calada, y ese
acartonamiento natural logra atraer la atención de adolescentes o de
divorciados en segundas nupcias. Sacas otro y te lo enciendo sin que digas
nada. Me echas el humo como agradecimiento. Eres la musa algo loca del barrio.
No podemos aspirar a mayores intelectualidades. Bebes y fumas más de lo que
pagas, faltaría más. Aún hay caballeros e idiotas que sisan a la parienta para
ser generosos con la manecilla solitaria que cumple con los horarios más
necesitados. Vino el invierno y la calefacción siempre estaba estropeada. Nos
pegábamos más unos a otros, y fumábamos del mismo humo. Las palabras calentaban
a los atormentados que salían del curro con las costillas doloridas. El paladar
casposo y la piel seca daban aviso de que cada uno debía ir yéndose a su nido,
solo o acompañado, que es doblemente solo. Una tarde no acudiste a la cita.
Habías dejado sin pagar el alquiler del piso y nadie daba fe de ti. Lo
comprendo: una musa ha de buscar nuevos parroquianos a los que elevar la imaginación
a nuevas cumbres antes de morir. Ahora el barrio es como los demás, llenos de
bocazas que creen saber de todo para mayor gloria de su ignorancia. Hecho de
menos el fumar pasivo, y la picardía de unos labios siempre ágiles.
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