sábado, 9 de febrero de 2013

216º paso en el búnker




Creo recordar que fue a punto de cumplir los treinta cuando cambié las copas nocturnas del sábado por madrugarme los domingos para embaular un desayuno variopinto con sólidos y líquidos que saciaran mi apetito para el resto del día, y todo él aderezado con la lectura de una prensa cada vez más enconada que hasta el día de hoy extiendo sobre la mesa como un mapa de operaciones militares. Supongo que ésa es la frontera entre la juventud y lo otro que no me atrevo a denominar madurez. Esa edad que prorroga con más o menos éxito las obras completas de una vejez donde sujetar la orina ya será una gesta reseñable. Las costumbres cambian porque cuerpo y mente se cansan con aquellos excesos que antes eran el combustible necesario para funcionar. Las costumbres hacen a los hombres sin que estos se den cuenta. Qué gran poder tienen las rutinas, los ritos, las formas. Cuando la genialidad duerme - y todos sabemos que es dama de largas siestas -, nos quedamos desnudos ante las cámaras y nuestra reacción viene dada por la querencia que hemos trabajado sistemáticamente. Cuánta ternura inspira la pequeñez, lo sencillo, lo emocionalmente directo. Ante lo inmaterial de la gracia, una criatura solo puede hacer presentes materiales. Imagino que alguien nos consideraría, desde una postura altanera que bien podemos reconocer, como entrañables mascotas. 

2 comentarios:

Anónimo dijo...

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raúl dijo...

y cada vez más necesarias, nuestras pequeñas costumbres, más inapelables. me reconozco en tu texto, sí, completamente.