No somos lo que leemos, ni nos
respetarán por nuestras lecturas. En un escritor siempre se esconde un asesino
que necesita entretener los dedos para no derramar sangre. El verso le mira
desde su sofá predilecto. A su verso se le cae el pelo. Canta y aúlla porque se
divierte con los desvaríos. Su verso no sabe llorar, gracias a eso evita que la
casa se inunde cuando el cuerpo cae roto, desnudo de palabras, alérgico al
ritmo, las manos salpicadas de pintura azul, azul, azul sucio y bello, como el
vestido de esa mujer que nos habló de amor antes de toser y toser, y escupir
fealdad. Deja a su verso escapar después de visitarle en el cementerio de un
diccionario escandinavo. No lo llamen, no se volverá, no hará caso, no tiene
nombre. Es un verso porque yo lo digo, pero quién lo iba a reconocer con esas
pintas de empleado de Goldmand Sachs.
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