El suicida sufre una mente que se ha apoderado de su identidad, y para destronar a esa impostora no encuentra otra forma que borrar todos los pasos andados. El suicida anhela el silencio agazapado bajo el mortificante ruido del martillo pilón que se ha instalado en el centro de su vida. El suicida ha jugado al mundo con las cartas marcadas por este y ha perdido casi todas las manos. Le dicen que intente cambiar las reglas del juego, pero esa es otra trampa en la que ha caído sin que la falsedad del mundo pierda un ápice de terreno. Hay suicidas que son hábiles en el juego y han ganado muchas partidas con las cartas trucadas, pero su insatisfacción es más profunda que la vinculada al hecho de perder o ganar. Su insatisfacción se deriva de que el juego es tomado demasiado en serio y los jugadores están fuera de sí proyectados en una invención inconsistente. Los suicidas se mueven por desesperación o por decisión reposada, por rendición o por búsqueda de un marco diferente. Los suicidas también quieren vivir. En "Los ladrones de ideas", ambos personajes, tanto el escritor Odei como el mendigo Lander, saben que el juego está amañado y resulta interesante tener cerca la posibilidad de dejar de jugar en el momento que ellos decidan. En el relato de Odei: "Gran Grano", que se transcribe en la segunda parte del libro, los personajes ya están condenados a una salida rápida y sufriente del juego, para ellos el suicidio es más como irse dando un portazo cuando no les queda dinero con el que seguir apostando.
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