martes, 28 de diciembre de 2021

La danza del espacio infinito -22

 


Abrió el grifo de palabras; ahora calientes, ahora frías. Se lavó las manos, se le anegaron los ojos. Cogió su cuaderno repleto de frases congeladas y fosilizadas, ojeó los principios del enamoramiento. Todo parecía posible cuando el destino iba a ser cosa de dos a favor de viento o contra el mundo entero. Daba igual. Dos en una dirección, juntos, sumando, ayudándose a escalar muros que antes parecían infranqueables. El enamoramiento es un cerebro tuneado y las palabras brotan como si el manantial nunca se fuera a acabar. Pero ella fue a visitar a un amigo. No regresó. Él, una tarde, después de deambular por las horas oscuras de calles sin nombre, tomó una decisión: vendió la casa, el coche, dejó el trabajo, apiló sus enseres en un almacén alquilado, adquirió un billete de avión y se fue a otro huso horario en busca de la autodestrucción muda, sin miradas familiares que le recriminasen la actitud derrotista. Pero es que él, con ella, ya había renunciado a sí para ser uno en dos. Ahora ya no quiere ser uno en uno solo. Cuando tocó fondo y las manchas de su piel dibujaron un mapa del desastre, apareció un buda en aquella esquina de meados y le ofreció un plan para aprovechar la negación de sí mismo. Le convenció de que esa negación abriría la puerta de la afirmación del otro, del que siempre fue, es y será, porque no maneja palabras ni tiempos verbales. Antes de morir, que ya no era morir, había desaprendido cualquier saber hasta dar con la inocencia renacida. El buda se reconoció en él como en un espejo y fueron uno en dos por un instante. El enamoramiento fue desenmascarado, los lunares de la espalda se convirtieron en el firmamento de un universo en expansión. Cambió un amor por amar.

 


No hay comentarios: