Pueden pasar semanas sin que hable con nadie. Y lo peor es que me siento cómodo en ese oasis donde conviven lo sugerente y lo presentido junto a lo real cargado de sedantes. Las imágenes propias del sueño se materializan en la vigilia. Las fronteras se convierten en zonas de paso abierto. Estar solo es como ver una película muda. El camión de reciclaje se detiene frente a la vivienda a descargar el contenedor de vidrio. Y su castigo de pedrisco sobre los frutales vulnerables, me coge a cubierto. De vez en cuando salta el móvil en vibración, como si tuviera picores y un catarro de fumador. Lo miro, pero no siento nada, aunque sé que al otro lado hay alguien que piensa en mí. Mi frigorífico hace el mismo ruido que un aficionado al vino haciendo gárgaras con un tinto peleón en una despedida de soltero. Los cristales de las ventanas tiemblan, las puertas no ajustan, la escalera trae a mis oídos sinopsis de la vida vecinal. El reloj de pared es el diapasón de la casa. Los objetos hablan. He de esforzarme por salir de este ensayo de la muerte, salir en busca de los demás para ofrecerme, aunque de poco sirva.
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