jueves, 3 de marzo de 2022

La danza del espacio infinito -83

 


Iba en pantalón corto, caminaba con cautela. En la parte superior del cuerpo destacaba el chaleco de pesca con un montón de bolsillos. Desde la mirada de un aficionado a las series de televisión, parecía un agente de la DEA en misión por Miami. En la mano izquierda llevaba una cesta de mimbre con los aparejos necesarios para capturar a los peces de esa parte del río. Había salido; mejor dicho, huido de casa antes de que las primeras luces naturales se impusieran en la ciudad. Muchas veces se veía obligado a escapar de las artes abyectas de su mente durante la noche, a conducir durante horas y deambular por parajes sospechosos en una investigación imaginada. En esta ocasión tuvo la ocurrencia de llevarse su equipo de pesca, por si esa actividad pudiera aliviarle en algo la comprensión insufrible que tenía en el pecho. Hace un año que el psiquiatra le diagnosticó ataques de ansiedad y pánico. Sudaba, se le contraían las sienes, se le disparaba el corazón, le dolía la cabeza por dentro, de oreja a oreja, los ojos parecían a punto de reventar y la sinrazón lo esposaba y amordazaba. Se sentó en la margen izquierda escuchando la bravura y la crispación con que bajaba el agua en la parte más profunda del río. Y se sintió identificado con esas sacudidas del líquido, con los saltos sobre las rocas. Lanzó su caña desde la orilla en calma a la que aspiraba sin éxito. Recogió el sedal con el animal resbaladizo colgando por donde muere. Tuvo miedo de sí mismo, de su miedo, de su ansiedad desprovista de freno. Tuvo miedo de sentirse como ese río encabritado, de convertirse en un lucio coleando desesperación, sintió su mano llena de escamas y apretó con fuerza la cabeza del pez hasta reventársela. Una fría brisa de primera hora le despegó de sí mismo, se tumbó en la orilla sin ganas de seguir pescando, cerró los ojos y pensó que hay pescaderos que parecen cirujanos y cirujanos que parecen pescaderos.



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