jueves, 2 de febrero de 2017

Epilepsia



            Un viento rasposo se oye murmurar detrás de la oreja. Viaja envuelto en aros de humo. El elegido por la ruleta neuronal aguarda sumiso la bofetada, la convulsión irrefrenable. No ser dueño de uno mismo es una sensación difícil de interpretar. Ser inquilino al que le vienen a echar de casa no es plato de buen gusto. El maremoto se extiende por el cuerpo mientras el capitán, que ha abandonado el barco, mira desde la orilla con gesto desamparado.


miércoles, 1 de febrero de 2017

En la mina.



    Estalla la luz cuando los cascos abren grutas tierra adentro. Taconean la roca con flamenca tragedia. Desgajan brillos de joyero insolvente cuando los celos se desploman sobre sus cuerpos tiznados, casi enterrados en paz descansen. Viceversa, fuera espera la fiesta, o no espera, la salida del fruto negro cargado en vagones infernales hacia el siguiente anillo de cante hondo, de castañuelas en vasos de vino, con una luna descalza y unas mujeres que dejan el fatalismo para las madrugadas. Los dedos coquetean con la piel afligida de la guitarra. Viceversa, el mar no sabe del mito de las cavernas, de la caja de música que contiene los sueños de una niña que se balancea en la mecedora de la anciana. Viceversa, la historia de un pueblo espera silenciosa los eructos del dragón que traga y escupe su propia mierda. Más temprano que tarde llega el tributo, el duelo contenido, la sabiduría ratificada de que las cosas son así y ya está. Viceversa, la madre que te parió danza sobre el recuerdo del hijo, sobre un hoyo que nunca se cerrará del todo.


martes, 31 de enero de 2017

El verso como animal de compañía.



       Me regalaron un verso como animal de compañía, se orina por las baldosas y anhela atrapar al genio que sospecha se esconde en una botella de lejía. No rima, hace tiempo que mi verso no rima, y se esconde cuando llego a casa con los pulmones cargados de pena. Mi mascota no tiene nombre. Nunca me he visto en la necesidad de llamarlo. Se rasca arrimándose al rodapié. Cuando le enseño una hoja escrita pasa la lengua y deforma en geometrías extrañas la tinta. Su verso es cubista del párrafo justificado. No entiende de grandes obras que lo único que hacen es quitarle tiempo a la gente para que viva.


lunes, 30 de enero de 2017

El forastero





            Suena la misma música tañida de la misma forma: repetida, reiterada, rayada. Es como si los actos no quedaran fijados en nuestro diario y debiéramos frecuentarlos hasta darles vida con un mecanismo de piñón fijo. Así transcurren los festivos de esta cuadrilla de divorciados en un barrio que se alquila o se vende con desesperación. Por ello, cuando un matiz distorsiona el monótono encuadre, llama mucho la atención del que busca aventuras donde no las hay. Me fijé en él porque a su lado caminaba con el ritmo desnudo de las cuatro patas, un enorme perro con cabeza de faraón de arrabal. Los ojos del dueño parecían no estar acostumbrados a los espacios abiertos y sus andares hablaban de pasillos carcelarios y celdas milimétricamente medidas con pasos impotentes durante noches de rencor mal contenido. En la barra, un asiduo mequetrefe, ya pasado de copas, abordó al desconocido con la idea de iniciar una discusión absurda sobre un tema disparatado y apagar así el runrún de su opresiva semana en una cadena de montaje. Cuando apareces solo por primera vez en un sitio así, sin saberlo casi estás invitando a que el majadero de turno te importune. El ex presidiario -la primera impresión es la que queda aunque sea falsa- supo mantener la calma para no entrar al trapo de aquel imbécil. Cruzamos un par de miradas y supo que yo sabía. Me sonrió como si le doliera y luego se fijó un instante en sus propias zapatillas de deporte, como si ellas fueran a chivarse, a contar más de lo que debían. El tipo, nuevo en el barrio, nuevo en cualquier barrio, pudo haber aplastado de un manotazo a su molesto interlocutor y al resto de la parroquia que allí perdíamos el tiempo con unas cervezas, si nos hubiésemos puesto farrucos. Por un momento, pensé que nos sacaría el corazón, lo mordería y nos lo volvería a meter en el pecho como si fuera el logotipo de Apple. Pero quiso darse, darnos, una oportunidad más antes de tirar por la calle de en medio. Salió del local después de bosquejar una seca despedida en el aire y dejar unas monedas en la barra. Al llegar a la puerta se volvió hacia mí un instante y simuló un disparo con su dedo índice. El corpulento animal le siguió con una fidelidad que hacía que sintieras respeto por ese hombre que no volvió a aparecer por allí.  


domingo, 29 de enero de 2017

Dos lenguajes, dos lenguas.



            Mitad perro salvaje, mitad mujer asilvestrada. La cabeza se vuelve para morder los genitales que amenazan con engendrar criaturas inteligentes que expliquen la simbiosis. Animales de compañía que devoran las partes blandas, la casquería del amor. Las piernas se abren para recibir caricias que buscan flujos de sangre. Toby y Susana envueltos en un cuerpo que se prolonga hasta lo antinatural. La zoofilia en una habitación llena de abandonos. Un lenguaje de roncos gruñidos. Ella, a cuatro patas intenta rebajarse a la altura del instinto no educado, en busca de la carne que cubra sus anhelos insatisfechos por las robóticas relaciones humanas en redes de pesca social. Toby, alejado de su hábitat de campo abierto, se conforma con el desfogue entre cojines y cortinas. Susana se desprecia por la postura sumisa, pero sabe que el chucho no hablará. Lo anima a buscar el encaje, a seguir la ruta del líquido que habla del deseo desesperado. No hay fruto posible en la cópula de dos seres alejados en la trama evolutiva, aunque unidos por la soledad de un apartamento sin vistas al exterior. Susana necesita algo en sus entrañas, un ser vivo que la desee. Toby no juzga, sólo empuja siguiendo el impulso de la rojez. Ella queda derrengada sobre la alfombra, mientras Toby ya va en busca de su comida para perros en la cocina. Después de una ducha vergonzosa, Susana sacará a su animal de compañía a pasear por el barrio, sonreirá a los dueños de otros perros mientras sus bragas tapan el escenario de un crimen.



jueves, 19 de mayo de 2016

Esas pequeñas cosas.



 Fue a la guerra que se libraba en la cama de un metro y noventa centímetros. En la explanada de sábanas arrugadas tropezó con dos minas antipersonas, con esos malditos pies que no se corresponden con la pulcritud del resto de su cuerpo. Consideraba a dichos intrusos motivo inmediato de divorcio. Lo dejó allí tumbado, acariciándose los mandriles inquietos y pestilentes, mientras ella se levantó a escribir un poema de soldados hartos de la población civil, tan grosera, tan víctima propicia y colateral, tan abnegada en su fatal destino. Escribió sobre la guerra porque ya había perdido suficientes batallas para saber de qué hablaba. Su vida había transcurrido de oca en oca y tira porque le toca con todas las opciones de caer en la cárcel de la decepción.

El se dedica a la asesoría fiscal de ocho de la mañana a tres de la tarde. Ella trabaja de ocho a ocho en un centro comercial. Los hijos son de ella, la casa de ella, la fuerza de voluntad de ella, el amor de ella, "en qué piensas" de ella, depilarse de ella, estar estupenda de ella, las cuentas las cuadra ella, y él tiene esos pies, esos insoportables caireles y un sueño a prueba de terremotos.



jueves, 5 de febrero de 2015

253º paso en el búnker. El escritor del libro blanco.



La asociación de estudios universitarios de La Coruña ha sacado un libro de microrrelatos.

Colaboro con esta breve cápsula .


El escritor del libro blanco

            De escritor solo le quedaban unos cuantos documentos Word, algunos ISBN, una presentación en la Casa de Cultura, un prosaico divorcio cargado de dicterios literarios, y una autoestima por los suelos.
            Se hacía llamar Thomas Piketty. Y lo explicaba: "Si no elegimos nacer, muchas veces tampoco morir, al menos que podamos elegir el nombre". 
            Decidió cambiárselo, porque el suyo, adjudicado en una agrietada pila bautismal, era tan gris que le asustaba no llamarse nada. A qué abocaba ser Juan García, de los García de toda la vida. Pues eso.
            Piketty acudió a un concierto de jazz al aire libre. Su plan de esa noche se reducía a beber y follar, por ese orden. Pero aunque uno tenga planes, los demás por desgracia, también. Una muchacha se le acercó con timidez y le rozó el hombro. Ella quería caer bien.

            - El otro día hojeé un libro tuyo. Uno blanco.

            Thomas Piketty la miró con atención, intentando desenmascarar la retranca.

            - ¿Blanco, dices? No sé a qué te refieres.

            - Ay qué tonta, claro, habrás escrito varios y no te acordarás.

            - Sí, por ejemplo, el último que publiqué era negro.

             Nunca imaginó Piketty verse envuelto en un diálogo literario que se meciera entre libros blancos y negros. Sin decírselo, pensó que también había escrito uno de tapas amarillas y otro de tapas verdes. Pero ella ya había manifestado su predilección libresca hacia el blanco. No había vuelta atrás. No supo cómo seguir la conversación sin ser desagradable. Ella tampoco. Así que en ese punto lo dejaron.

            Mientras la vio alejarse, pensó en algo que suelen decir los imbéciles, que el carácter es el destino. Ignoran que modelar el carácter es la principal misión del destino.