El espectáculo callejero deposita
absurdos en el cotidiano pavimento, escupe música envasada sobre las fachadas
de viviendas de protección oficial. Las notas se deslizan como baba de caracol
hasta dejar un corrimiento insalubre. Danzantes de lycra, cuerpos torneados
ante el espejo de la farsa, un guión acuático con un leñador subido a una
farola observando mientras come manzanas. Los niños juegan con sus ropas de
mercadillo, los ancianos miran en dirección contraria a donde se produce la
trama, pero aplauden entusiastas mientras sea gratis. Los de mediana edad sacan
fotos con los móviles y atienden a niños y ancianos con una ojeada. Los
ayuntamientos temen que la gente se tire a la calle sin ningún propósito. Ante
semejante posibilidad, programan actuaciones que consigan hacer creer en el
milagro de la belleza. La música chirría antes de apagarse y deja paso a las
ambulancias que dan vueltas en busca de su tesoro de carne y hueso rotos.
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