En la búsqueda de refugio dejó un
rastro de agua, un charco de ignominia. Hizo cumbre para esquivar los obstáculos
entre el cielo y su cabeza, donde tenía tatuada una cara que no apreciaba.
Cuando estuvo arriba miró la pendiente y reconoció la locura. Las huellas nacen
en la arena y mueren en el agua que viene a su encuentro. Girar alrededor del
planeta será un viaje turístico para los que no se mareen ni tengan apego a
esta casa de muñecas. Se sentó junto a unos amigos a confesar que el dinero
le ocupaba mucho tiempo, porque mucho era su capital. Los amigos se ofrecieron
a aliviarle la carga. Ofendido, se marchó sin pagar la cuenta. Un rico nunca
rebusca en los bolsillos, sus gestos son suficientes para saldar deudas. No
hace las maletas porque allá donde va es su casa. Amasó dinero con pocas ganas
de trabajar y mucho talento. Ahora la tierra y su gravedad le pesan. La
enfermedad que tanto define a los mortales se ha convertido para él en una
obsesión que no deja de mencionar. Toma un tren y lo hace descarrilar por darse
el gusto de conseguir una fotografía impactante. Tanta extravagancia termina
por aburrir. Las palomas son animales urbanos que mueren en las calzadas con
sangre en las alas. El no conduce. El chófer es el culpable. La conciencia del
rico está protegida por un manto mágico. Los electrodomésticos, los remiendos,
los plazos fijos, se alejan de su realidad como un artículo de investigación
médica en una revista especializada lo hace de la sanidad dispensada en los
hospitales. Está enfermo de hipocondría, que es la enfermedad de los sanos que
no terminan de creérselo, y con razón. Los finales felices son pausas, no
finales. El final verdadero no permite dos versiones distintas, ni sugerencias
de los actores. Nadie sale de los créditos a contarte cómo acabó todo. La
altura siempre tiene un referente más alto.
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