El humanista Gonzalo Correas, gran
refranero, escribió que se usa la expresión son habas contadas
"cuando se echa cuentas de cosas claras y ciertas, y granjeos y ganancias
que se harán". Se remite a la ancestral costumbre de contar y votar con
habas tanto en ámbitos públicos como privados.
Este libro de habas contadas ha
pretendido echar cuentas de cosas claras y oscuras, ciertas y aproximativas,
aunque sin opción de ganancias contables. Un paquete envuelto con sabrosas
viandas, escenas que en sí mismas son historias, breves, pero completas.
Historias que abren la puerta a otras iniciativas a la hora de contar con más
extensión, de forma más prolija, las eventualidades de un personaje o de una
idea. He pretendido cerrar la boca antes de dar por resueltos todos los
enigmas.
Se arriesga en la hipótesis de que
el gran Pitágoras de Samos creía que las habas también tenían alma y por eso se
autoinmoló ante un campo de esas leguminosas por no pisarles las ánimas, tan
frágiles al pie humano. En cualquier caso, yo sí creo que estas habas contadas
que aquí acaban y han sido escritas con toda el alma, tienen una trascendencia
que va más allá de lo evidente. Lo efímero en ocasiones vuelve a nuestro magín
para quedarse.
Rechazar la paja no es desmerecerla.
Es que en ocasiones uno solo quiere apuntar con el dedo sin tener que perfilar
al detalle la figura apuntada. Ser honesto es una obsesión en la literatura. No
decir más que aquello que se ha visto, aunque sea entre brumas. Me gusta arriesgar
sin caer en el engaño ni en los inventos imposibles. Buscar la sencillez para
transmitir la emoción es un objetivo ambicioso.
"Aunque al principio lo
atractivo de cualquier texto sea el tema que aborda, es el lenguaje el que lo
sobrevive", leo que dice el periodista y escritor Jaime Fernández en su
blog En Lengua Propia. Y estoy de acuerdo. Pero a veces, demasiadas, las
palabras se conjuran para traicionarnos y dejarnos en feo delante de las
visitas. Y lo maravilloso es que en esas ocasiones suele producirse la magia,
la conexión con el otro, con el que recrea lo escrito y el que lo dirige a su
terreno biográfico. Allí están bien las palabras, en casa de otro,
independientes y con cierta presunción respecto al que las ordenó sobre un
papel.
Paul Auster niega que escribir sea
algo placentero. “Es un trabajo duro y se sufre mucho. Por momentos uno se
siente inepto: la sensación de fracaso es enorme y eso significa que no hay
sentimiento de satisfacción o de triunfo”.
El sentimiento que tengo en estos
momentos es de tensa liberación. Adiós a este bulto sospechoso, aunque sepa que
volverá a casa a lavar la ropa, a llorar cuando el mundo cruel le dé la espalda
y que me visitará los domingos a probar mi exquisita paella de conejo.
Lo dejo marchar sabiendo que sus
calambrazos en el estómago durarán mucho tiempo. Pero hay que ocuparse de otros
asuntos. No conozco la satisfacción plena. El espíritu mordaz, cada vez que
mira la vida, no puede dejar de pensar que tiene truco.
En ciertos momentos he prescindido
del gusto, de los placeres estéticos a sabiendas que al final reinaba el
desencanto. Los exorcismos sacan lo mejor de nosotros.
Mis respetos desde este epílogo
epidural y epifanía epitáfica, a esos hombres a quienes nunca les pesaron los
pies, ni sus pasos se vieron clavados en la tierra. A esos hombres que parecen
flotar mientras los demás nos arrastramos. Son hombres libres, caballeros de
valores contrastados, que los defienden con coraje sin atender a coyunturas o
ternuras. Ya no quedan. Va por ellos, por los inexistentes.
Por último quiero hacer mención a
otro hombre, a otra historia casi verídica, a un tipo que quizá no pertenezca
al del grupo anterior, ni falta que le hace. Va por ti. Responde al nombre de
Maimónides. Es cordobés y filósofo de baratillo. Luce en negro unos ojos
hundidos al fondo de los telescopios que usa de lentes. Barba habitada por una
fauna sin clasificar en las enciclopedias y una dentadura donde las eses han
encontrado un retiro paradisíaco. Su edad, indeterminada, como suele ocurrir
con los hijos putativos de la calle. Es un tipo que frecuenta los pórticos de
las iglesias para reírse de las beatas, más que por pedir una limosna que no
necesita. Allí puedes acudir a escucharle buenas historias. Las inventadas son
las más interesantes, aunque también salpica su discurso con algunas de las
otras, más creíbles. Ha necesitado mucho tiempo para superar su adicción a
profesiones estrafalarias y frustrantes. Todas las ejerció en su día. Paso a
enumerar parte del vía crucis de una trayectoria laboral que sobrecoge:
dependiente en una tienda de golosinas, secretario personal de un echador de
cartas, masturbador de reses, analista de flatulencias, empleado de videoclub, representante de
estiércol, maquillador de cadáveres para una funeraria, cantador de bolas en un
bingo, limpiador de pista en el circo…
Ahora está curado. Vive del cuento
que acabo de contar y de una pensión por incapacidad grave, la del escritor
soliviantado. La sociedad socialdemócrata le mima mucho. Son habas contadas.
1 comentario:
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