Pasas
por el arco de seguridad tras dejar tus pertenencias en una bandeja. No se
fían. Somos muchos y el porcentaje de locos violentos aumenta en estos
edificios. Coja número. Espere su turno. La persona parapetada tras el
mostrador te pregunta por la razón que te lleva a molestarla. Los funcionarios
de la Administración dan miedo. Ellos pueden ponerle un sello a tu condena,
pueden rechazar el trámite a la felicidad. Le digo que mi padre ha muerto, que
necesito un certificado de defunción. Me mira, me pide el carné. Me pregunta por
el día de la muerte. Se lo digo y en el ordenador no sale, y si ahí no sale no
estás muerto, que lo sepas. Me mira con atención, ¿no te habrás equivocado de
fecha? Me hace dudar. Ellos siempre tienen razón. Reviso mi memoria. Creo que
es ese día. Pues no me sale. Uyy, espera, me dice, que me he confundido al
indicar el año. Sonríe. Maldita la gracia. Me da el certificado que oficializa
la muerte del padre. Ya puedo irme. Otro será quien venga a solicitar mi
certificado. La Administración escribe tu biografía de manera tan abreviada que
ya eres polvo.
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