domingo, 5 de diciembre de 2021

La danza del espacio infinito -4

 


Abro la puerta y entra tambaleándose. Su cara está abotargada. Los medicamentos le tienen sometido a un calvario sólo comparable a la enfermedad que combate. He decidido no pensar en su dolor, no sentir empatía, ni solidarizarme verbalmente con su dramática situación. Indago en la forma de ayudarle sin sentir, sin pensar o actuar. Sólo estar con él, junto a él, en él; porque él soy yo con otra cara. Cualquier otra manera de ayuda contaminaría la escena por la intrusión del puñetero y extraño ego curioso.

            Se tiene que sentar. Las palabras se le quedan colgadas en las babas; no llora, le lloran los ojos sin pedir permiso. Entiendo lo que no puede decir y soy consciente de que no puedo hacer mucho. Sé de mi poquedad. Y él lo comprende. Ambos estamos entregados a quién sabe qué. Es una actitud de entrega rendida. Estamos uno al lado del otro. Respiramos el mismo aire. Mi cuerpo tiembla un poco más aliviado, porque hoy, al menos hoy, no se le exige ese grado de sufrimiento que el otro padece. El cuerpo tiende a la supervivencia aunque muera el cuerpo de al lado. Menos mal que somos con envoltura y a pesar de ella.

            Esta mañana ha salido a comprar el pan y ha aprovechado para hacerme una visita. Me confiesa que igual no llega a la hora de comérselo. Si todos tuviéramos esa actitud no obligada por los acontecimientos, disfrutaríamos de cada mendrugo de pan como si fuera un  último milagro. Comer el pan de cada día se ha convertido para él en una hazaña. No me habla de necesidades. Hace tiempo que no recibía una visita tan desinteresada. Sigo guardando silencio. Es el mío un silencio de ignorante total, no de discreción ensayada.


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