domingo, 6 de marzo de 2022

La danza del espacio infinito -86

 


El esquelético tendedero posa al lado de la silla de ruedas plegada, sostiene dos pares de calcetines: uno rosa, el otro gris. Dos personas viven en la casa, una de ellas con sinestesia y discapacitada de las extremidades inferiores. No anda, pero saborea las palabras y ve colores con cada punzada de dolor. Sobre la encimera duermen un bote de hinojo, un especiero, un rollo de papel absorbente, una planta sufridora, dos trapos, líquido lavavajillas color azul, un paquete de carbonato de magnesio y un cuchillo de sierra con ganas de sangre. Sobre la mesa viven una panera con migas y un currusco de pan rocoso, un frutero con dos plátanos, una mandarina, un  mango y dos peras de Rincón de Soto. Otros habitantes de la cocina son la lavadora bailonga, el frigorífico acatarrado, los fogones requemados, una caldera con hipo calórico y una televisión encendida a la que nadie atiende. Una cocina es la suma de sus cosas y algo más. La suma de cocinas, no sólo es una suma numérica, es el infierno mismo, custodiado por cocineros de renombre haciendo programas mediáticos, escribiendo libros de recetas, contándonos lo fácil que es cocinar y callando lo mucho que ganan por hacer eso tan fácil. Dos personas, una de ellas discapacitada, ambas incapaces de moverse. Tienen miedo a los azotes que se reparten por el mundo de manera arbitraria. La desgracia suele tener fijación con algunas personas. Con la maldición, de nada vale una orden de alejamiento, así que se sientan al calor infernal de la cocina y permanecen quietas, en silencio, casi sin respirar, con la esperanza de que si no alteran nada de su alrededor, la vida pasará de largo, al menos esta vez.


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