Las cenizas del tiempo se acumulan encima de los armarios. Ernesto se echó a dormir escuchando en la radio la retransmisión de un partido de fútbol europeo. Se ha levantado sin poder hablar y mirando al cielo porque cerca del suelo se ahoga. Ha ido a que le hagan unas pruebas. Le han diagnosticado, antes de cepillarse un almuerzo de tortilla y vino tinto, un cáncer de pulmón con metástasis en la cabeza. Chúpate esa. La calle está zombi. Su calle. Los vecinos nos miramos perplejos. Sus vecinos. Sus amigos. El invierno es un despiadado cazador de hombres. La muerte es un brutal recordatorio de que la vida está amañada para que siempre gane la banca. Y aunque sabemos de su fraude, no podemos evitar jugar por ella. Qué dislate. A Ernesto la ciencia le ha puesto fecha de caducidad. Sí, la todopoderosa ciencia, la que se permite el lujo de renegar de la fe. No pienso perder el tiempo en debates existenciales, bastante tenemos con existir sin haber un propósito. Las preguntas demuestran lo perdidos que estamos. A Ernesto lo someten a remedios agresivos. Su cuerpo dice basta. Los doctores tranquilizan su incompetencia rellenando informes. La calle, su calle, de habitual ruidosa, guarda silencio. Los vecinos, sus vecinos, echamos un vino como homenaje, ahorrándonos comentarios inútiles, sabedores de ser seguidores de su camino.
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