Vaga por páginas porno durante la noche, exaltando sensaciones primarias, mirando mujeres que sonríen a una cámara y simulan gozar para ganar dinero. Se queda con la mente en blanco durante horas, robando al sueño su tiempo. No siente nada. Eso es lo que busca. Eso es lo que ofrece la adicción. No sentir con la polla tiesa. Su mujer se despierta, lo espía con un ojo abierto, se da media vuelta. Prefiere hacerse la dormida. No sentir. El porno se ha convertido en su programa de limpieza de virus a la vez que inocula uno mayor, pero solo uno, claro y reconocible de un vistazo. El porno es simple bajeza. Nada complicado. Se concentra en él y el resto de su mundo de complejidad mental se relaja. Dios está en el porno, y no, no estoy usando su nombre en vano. No uso su nombre para nada. Solo verifico un hecho. Su omnisciencia abarca el porno y nuestro hombre lo encuentra incluso ahí, sin pasión entre cuerpos entregados a la impudicia, a la utilización de la piel para olvidar. El hombre que ve porno por las noches hasta que le duelen los ojos y los huevos, sabe que está hecho para grandezas que se demoran en el tiempo. La precipitación del semen se produce por agotamiento físico y da por acabada la sesión justo cuando despunta la luz natural por entre las rendijas de la persiana. Su mujer le pregunta si está bien, qué tal ha dormido, si quiere hablar. El dice que sí, que está bien y no quiere hablar. Ella respira aliviada. Piensa que es mejor marcar distancia con el abismo. Están de acuerdo en ese asunto.
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