Había transcurrido su vida dentro de una jaula en una pajarería de barrio, rodeado de otras aves igualmente recluidas. Unos días eran buenos, otros regulares y otros prescindibles. Una mañana entró un cliente en la tienda y lo adquirió. Colocó la jaula en una terraza con vistas a un pequeño bosque. Estaba confundido al ver a aquellos pájaros volar libremente de rama en rama, de árbol en árbol, jugando con las nubes, bajando a la hojarasca del suelo, volviendo a partir hacia destinos desconocidos para él. Después del primer desconcierto, se sumió en una gran aflicción. Acababa de presenciar lo que es la libertad, algo que no sabía que existiera o que había olvidado debido a unos genes dormidos. Intentó echar a volar y se golpeó contra los barrotes de la jaula. Era la primera vez que era consciente de ellos. Intentó aplacar el ansia que había nacido en él, diciéndose que en la jaula tenía el agua y el alpiste asegurados por una mano amiga, y que ahí fuera la incertidumbre y el miedo debían ser insoportables. Pero de nada sirvió, porque la libertad es una llamada demasiado poderosa para ser silenciada con razones. La tristeza le consumía. Ya su vida entre barrotes carecía de sentido. Decidió dejarse morir. La mano amiga, al verlo tan alicaído, le abrió la jaula. Inició un vuelo hacia la libertad y cayó exhausto a los pocos metros. Antes de morir en libertad, se dio cuenta que llevaba la jaula dentro de él.
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