Los
que carecen de memoria han de saltar continuamente sin red, por eso sus ojos
centellean, sus ropas no se acomodan a la figura, y sus manos no encuentran la
paz. Por eso hay países que viven al borde, siempre al borde, del colapso y la
tragedia. La falta de memoria es una laguna donde se ahogan los descuidados,
los hartos de sí, los que fueron a pescar sin cebo, los pobres de espíritu. La
falta de memoria es imprescindible para empezar a vivir y es una maldición
cuando ya has vivido. Estudiar es recoger el testigo de la memoria que han
dejado otros. Rezar es adentrarse en el boscoso e ignorado presente. Acaba Mayo,
los párpados caen a media tarde. Los albañiles han terminado su jornada laboral
en el piso de abajo. Los escombros se acumulan en la acera a la espera de un
contenedor. Una casa vacía suena como un ataúd metálico. Si el destino me
concediera otra oportunidad, solo una más, la desaprovecharía como las demás.
Ahí soy infalible. De todas formas, el destino no concede créditos sin aval.
Tengo una cita, he quedado, no voy a ir. Defraudo a los demás a propósito, les
obligo a desprenderse de mí. Es la única manera de marcharte para siempre. No
quiero volver. No me gustan los personajes seriados, se dan demasiada
importancia. Cuando se acaba, fin. Otros vendrán que nos harán buenos. De cada
cinco llamadas que recibo al móvil, cuatro son de empresas, servicios
comerciales, estafas, de gente que no conozco, de sudamericanos que pronuncian
mal mi apellido y me llaman "señor". La quinta, para comunicarme
alguna desventura. Y aun así, se ha convertido ese artefacto en otro inquilino
habitual de mis bolsillos, junto a llaves y el monedero. Se ha convertido en
muleta para mi memoria, en soporte vital, en alter ego. Si me olvido de algo,
lo miro. Si me siento incómodo, lo miro. Si me siento solo, lo miro. Pero no
hay amor entre nosotros. Al contrario.