Ese cheposo septuagenario con cara
de mula adiestrada a sopapos, pasaba las noches en vela urdiendo un plan para
colapsar Internet. Había llegado a la conclusión de que era la mejor forma de
acabar con el actual mundo, un mundo que voluntariamente dejaba en manos de ese
invento de redes el motor de su funcionamiento. El imparable rencor hacia el
artefacto comenzó cuando se quedó viudo. Llevaba la contabilidad de las horas
desde que su Carmina murió de un derrame cerebral no controlado a tiempo. Desde
aquel momento el anciano estaba en la prórroga de sí mismo, y su afán era
llevarse a todos por delante, o al menos joderlos lo suficiente para que
tuvieran que pensar en algo distinto. Si lograba desactivar ese monstruo de un
millón de cabezas que llamaban Internet, haría regresar a la Humanidad al
tiempo de los bailables en la plaza, al tiempo de las estrellas visibles desde
las ciudades, al tiempo de las cartas de amor. Y si no, al caos absoluto, que
tampoco era mala opción. El problema es que él no sabía ni colocarse recto ante
un ordenador. Por eso pensó en echar mano de un peón friki dispuesto a ayudarle
en su tarea de terrorista informático. No encontró a nadie que le tomara en
serio, ni tampoco en broma. Simplemente le ignoraron, que parecía ser lo más
compasivo que se podía hacer con aquel abuelo. Lo importante es la intención -
pensó -, y seguir un plan a rajatabla. Y así recorría la casa de un extremo a
otro mientras el resto de vecinos del bloque dormían. Su mejor ocurrencia, ya
febril, fue la de ir con un mazo a destrozar los ordenadores de la caja de
ahorros donde cobraba la pensión mínima. Exhausto, con las zapatillas horadadas
por los bulliciosos dedos gordos de los pies, cayó sobre el sofá a la espera de
un viejo amanecer. Para consolarse de su noche estéril, se dijo que tendría que
llamar a uno de sus nietos para consultarle los detalles sobre el funcionamiento
de esos artilugios que tenían conexión con otros congéneres. Era necesario
conocer al enemigo para atacarle con eficacia. En su vida, siempre se había
topado con esa dualidad: muchas ideas y pocos conocimientos para llevarlas a
cabo. Pero estaba dispuesto a morir matando, por sus hernias.
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