Tiene la puerta blindada de óxido,
la manilla rota y su universo en contracción evidente. Al otro lado del
apuntalado maxilar, la buhardilla adecentada con pasos lentos acaba en un ventanuco que sonríe a un largo
callejón de moribundos sin nombre que la noche aborta como si no fueran suyos,
o acaso una consecuencia inesperada de sus actos impropios. Preside el lugar
una cama de hierro sollozante, un trono de insomnios con patas cojas, la
almohada con durezas irregulares, embozados los pies en escalofríos húmedos.
Los ratones se mueven con prisa, pero con la confianza de que nadie los
expulsará de ese territorio desnaturalizado. Solo un niño con espíritu de
paladín intrépido se columpiará en lo que para él todo es misterio. La soledad
es su atracción y su reto. En la buhardilla, aquellos rostros que las formas
irregulares insinúan, tienen vida demorada y el cielo parece un cobijo
negligente. A esa primera edad el tiempo no significa nada, y las horas son
vidas completas. La ficción del hombre adulto habrá de regresar a esos momentos
de su biografía si quiere alimentarse de lo que no caduca.
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